Hay muchas maneras de medir el “bienestar” de una nación. A veces se cuentan los números de coches y teléfonos por mil habitantes, o el grado de escolarización, o el número de personas por cada cama de hospital, o el porcentaje de médicos, o el nivel medio de ingresos, o la facilidad de acceso a parques públicos, o el nivel de presencia de enfermedades infectivas...
En general, la mayoría de los datos que se escogen son cuantificables, son materiales. De este modo, se logra una cierta objetividad: es posible contar el número de habitaciones que tienen agua potable. Sin embargo, existe un peligro que conviene no olvidar: con estudios de este tipo se puede llegar a pensar que para ser felices hay que tener un teléfono en casa, una computadora, gas, una nevera, una máquina para lavar la loza y una antena parabólica... ¿De verdad la felicidad depende de todo esto? ¿Serán entonces tan pocos los que gocen de felicidad en nuestro planeta azul y un poco contaminado?
No hace falta probar que la realidad es mucho más compleja. Como botón de muestra, podemos recordar un estudio hecho en Inglaterra en 1945. El centro de ese estudio fueron dos grupos de niños. El primer grupo recibió una buena alimentación, bienestar, juguetes, pero lejos de sus padres naturales, en una guardería con “funcionarios” que actuaban con cierta frialdad. El segundo grupo eran hijos de prisioneras que vivían con sus madres en la cárcel. El primer grupo de niños creció con más salud y protección, pero con mayor tendencia a la neurosis y a la inseguridad. El segundo grupo, en cambio, aunque vivía en condiciones de pobreza y con muchas restricciones, era psicológicamente más sano.
Desde luego, no se trata de que todas las mamás vayan a la cárcel para dar cariño a sus hijos... Lo que el estudio anterior nos dice son dos cosas: la primera, que los juguetes y los alimentos pueden ayudar a que el niño sea sano, pero que esto no es suficiente si falta cariño y afecto. La segunda, que un niño (o un adulto) puede vivir sin muchos medios, incluso a veces con problemas de alimentación o de agua potable, sin electricidad y sin televisión, tal vez con alguna enfermedad más o menos grave, pero si hay cariño y afecto hay algo que permite una maduración mayor y un modo distinto de ver la vida y sus problemas.
Ya casi es un tópico comentar el alto nivel de suicidios que existen en países ricos como Suiza (21 suicidios cada 100.000 habitantes, dato de 1994), Francia (19, en 1997) o Japón (18,8). Para comparar, la tasa de suicidios que la Organización mundial de la salud calcula para México es de 3,1 suicidios por 100.000 habitantes (1995). Estudios recientes nos dicen que en Estados Unidos cada año se suicidan 30 mil personas, y unas 650 mil intentan el suicidio; el porcentaje de suicidios de nuestros vecinos del norte es de 11,4 suicidios por 100.000 habitantes (1997).
No es que no haya suicidios en los países pobres. Incluso algunos de ellos tienen un alto nivel de suicidios, como Cuba (18 cada 100.000 habitantes), pero al menos el fenómeno no se nota con la gravedad con la que se dan en muchos países dotados de todo lo que muchos todavía ni sueñan con alcanzar algún día.
¿Es posible, entonces, establecer alguna estrategia para ayudar a las personas a ser equilibradas psicológicamente y serenas y felices en sus vidas? La respuesta no es fácil, pues son miles los deseos que nacen en nuestros corazones, y muchas veces el no lograr lo que queremos nos lleva a una frustración más o menos profunda. Sin embargo, hay cosas esenciales que ayudan a superar los problemas y que permiten una vida mucho más serena. La vida familiar armoniosa, el saber apreciar más a los amigos, el dedicar el tiempo a acompañar a los enfermos, el invertir un poco de tiempo en la oración y en pensar en la vida que nos espera más allá de la muerte.
No se trata de métodos “psicológicos” para lograr una estabilidad emocional, sino de experiencias profundas que nos permiten dejar en su lugar a las cosas que son secundarias para dedicarnos en profundidad a lo que vale la pena. Si lo principal en nuestra vida no es el cariño del esposo o de la esposa, de los hijos, el cuidado de los padres, el sentirse mirado por un Dios que no deja de amar a los hombres, aunque muchas veces estemos despistados, entonces buscaremos llenar el corazón con coches, lavadoras, música y vacaciones, pero no tendremos esa felicidad que se logra cuando tenemos lo esencial.
En el fondo, el secreto de la felicidad no está en los parámetros de bienestar. Está en el amor. Quien ama y se siente amado necesitará también una nevera, pero si no la tiene no será un amargado. Necesitará de algo de dinero para poder llenar de gasolina el coche, pero no se suicidará si se le quema el motor en la mitad de una autopista. Necesitará medicinas para curarse de la gripe, pero morirá en paz en una cabaña mientras otros, tal vez ricos, no saben soportar el dolor. El amor es la puerta de la felicidad. Y, por desgracia, no puede ser cuantificado en las estadísticas internacionales de bienestar...