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Adolescentes

Recuerdo que, allá por mis catorce años, además de sentirme incomprendido, tenía unas ansias enormes de gritarle al mundo que yo era yo, y por lo tanto, diferente a los demás; que tenía mis propios gustos, y podía andar por la calle sin que me pasara nada. A esa edad refería andar solo o salir con mis amigos, y aprender de ellos lo bueno, y también lo malo.

Afortunadamente mi mamá no solía darme sermones. Nunca le gustaron los grandes discursos. Me enseñó mucho más con su ejemplo que con sus palabras, aunque a veces pienso que me hubiera venido bien un poco más de comunicación con ella. De mi padre poco puedo decir, pues murió cuando tenía yo seis años. Pero según supe tiempo después, los años más importantes en la formación de la personalidad son esos seis, en los que Dios me concedió gozar del cariño y buen humor de un hombre gastado por los años, el trabajo, y las grandes penas que da el fracaso de una guerra perdida.

Recordando mi adolescencia no me resulta difícil comprender que los muchachos de hoy sientan lo mismo que yo sentía, y ambicionar ser dueños del mundo, o por lo menos de su propia vida sin que nadie tenga que negarles la posibilidad de luchar por conseguirlo. Para ser sincero, a veces todavía quisiera hacer tantas cosas propias de chamacos.

Me resulta tan lógico que una chiquilla me diga que está enamorada con locura…, que siente ganas de llorar pensando en aquel muchacho…, que quisiera aullar de emoción…, pero que lógicamente sus papás no la comprenden, y no quieren que tenga novio porque está muy chica. ¡Qué decepcionantes son los papás a veces!

No cabe duda de que hay que saber educar el corazón, pero educar no significa encadenarlo o meterlo al calabozo, sobre todo cuando las llaves de ese húmedo y frío sótano, han de ser guardadas por unos papás que a veces olvidan que sus hijos necesitan que se les demuestre lo mucho que los quieren, y se dedican a decirles que lo que hacen o quieren no está bien.

Educar el corazón significa convencerlo de que le haga caso a la razón, y que ésta a su vez se ejercite en la virtud de la prudencia, para poder analizar lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo inconveniente, y así poder tomar la decisión de terminar un noviazgo cuando se ve prudente sin mantener una relación que no le convendrá a nadie.

Es cierto que los padres tienen la obligación de educar a sus hijos. Ojalá alguien les enseñara cómo han de hacerlo, pues la mayoría se basan únicamente en su sentido común que, también en este tema, puede ser el menos común de los sentidos, y lo peor de todo es que son pocos los padres que admiten la ayuda de unos consejos, y de esta forma se quedan anclados en el muelle de sus limitaciones.

¿Por qué algunos señores no se atreven a conceder a sus hijos la posibilidad de equivocarse para aprender de sus propios fracasos? ¿Por qué los mayores se empeñan en que los jóvenes han de asimilar de las experiencias que ellos vivieron y no de las suyas propias? Si no les damos a los jóvenes la oportunidad de administrar su libertad no podrán madurar, pues nunca serían realmente dueños de su propia existencia. Pero ojalá los jóvenes también entiendan que la experiencia de sus padres es tan valiosa como los consejos de un entrenador para un equipo que quiere ser campeón.