Padre Alejandro Ortega L.C.
Según la tradición, junto al Niño Dios, en el establo de Belén había un burro y un buey. No sin una razón bíblica: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo», dice el profeta Isaías. Se antoja, además, una razón práctica: los dos animales, con el calor de su cuerpo y la humedad de su aliento, servirían de improvisada incubadora al recién nacido. Pero ninguno de los dos tiene buena fama. El burro simboliza la imbecilidad, la necedad, la terquedad, por decir lo menos.
2009 ha sido el año de las crisis. Según el diccionario, la crisis es una “alteración profunda en el desarrollo de procesos físicos, espirituales o sociales”. No ha sido un año fácil. Y tal vez esperamos un 2010 si no bueno, sí menos malo. Pero esta esperanza para ser fundada necesita de un aprendizaje. El inicio de la locura, decía Einstein, consiste en hacer lo mismo y esperar un resultado diferente. Tal vez un personaje navideño, de segundo plano pero importantísimo, pueda darnos la clave para este aprendizaje.
“¡Ya sólo faltaba…!” ─dirá alguno: “¿No eran suficientes tres crisis –¡y de qué tamaño…!: la financie ra, la de inseguridad y la del narcotráfico─ como para tener que afrontar una crisis más: la sanitaria? Sí que “llueve sobre mojado”.
El hecho es que esta crisis de salud nos está obligando a todos a una cierta “encerrona” en casa. Y ya se están sugiriendo mil maneras de consumir ─“matar”, decimos a veces─ el tiempo sin salir.
Secretos de la Navidad para una sociedad postmoderna
La Navidad nació con Cristo en Belén. Con más de 2000 años de historia, conserva aún el extraño poder de ilusionar a los niños, inspirar a los artistas, arrobar a los místicos, hacer reflexionar a los teólogos, unir a las familias y dar trabajo a los comerciantes.