Pasar al contenido principal

La sabiduría del pesebre: lecciones de una gruta para tiempos difíciles

2009 ha sido el año de las crisis. Según el diccionario, la crisis es una “alteración profunda en el desarrollo de procesos físicos, espirituales o sociales”. No ha sido un año fácil. Y tal vez esperamos un 2010 si no bueno, sí menos malo. Pero esta esperanza para ser fundada necesita de un aprendizaje. El inicio de la locura, decía Einstein, consiste en hacer lo mismo y esperar un resultado diferente. Tal vez un personaje navideño, de segundo plano pero importantísimo, pueda darnos la clave para este aprendizaje. 

Jesús nació en medio de una crisis. “No había sitio para ellos en el alojamiento”, dice el Evangelio. La crisis la salvó una gruta; y en la gruta, un pesebre; un ahumado y arrugado pesebre. Pero un viejo experto en situaciones difíciles. Valdrá la pena conocer sus “mejores prácticas”. 

Lo primero que una crisis pone a prueba es la paciencia. Porque es lo primero que queremos: que se acabe pronto. Pero un corazón paciente rara vez se equivoca. El pesebre no llegó a aquella gruta sino después de muchas vicisitudes y una larga espera. Porque, al menos a la usanza en muchos ranchos, no se llega a ser pesebre sin haber sido primero tambo de basura; sin ser golpeado y maltratado, sin ser aserrado y partido a la mitad. Y ya pesebre, le tocó en gracia estar en una gruta a la que el mismo Dios llegó para nacer. “La paciencia es el arte de esperar”. 

Las crisis prueban nuestras resistencias. Demandan fortaleza. Por ello son beneficiosas. “Tener que resistir es más saludable que no tener que resistir nada ─enseñaba Víctor Frankl. De hecho, el hastío causa hoy más problemas que la tensión y, desde luego, lleva más casos a la consulta del psiquiatra”. El pesebre conservó esa tensión, pero con enfoque. Se concentró en soportar los 3.5 kg de aquel rollo de carne que era el Niño Dios. Los tiempos duros no consienten fugas de energía. 

Las crisis prueban la prudencia. No es fácil saber qué hacer, qué decir, cómo comportarse. El pesebre sabía que en circunstancias difíciles hay que callar y observar; y luego hacer lo que se pueda. Él no pretendía resolver todos los problemas de José y María. De hecho, sólo podría resolver un problema. Para ello, hizo lo único que podía hacer: convertirse en una improvisada cuna. Nadie necesitaba ni esperaba más de él. 

Las crisis prueban la generosidad. Es fácil sentir necesidad, hacerse la víctima y encerrarse. Pero una crisis no es motivo para olvidar a los demás. El pesebre, para acoger al Niño, tuvo primero que vaciarse. Un pesebre lleno de cualquier cosa que no fuera paja no hubiera servido en aquella circunstancia. Aunque la escasez apriete, el pesebre nos sugiere apertura generosa para dar cabida a los demás. 

Las crisis prueban la humildad. No rara vez son marginadoras y humillantes. “La prosperidad hace amigos, la adversidad los prueba”, dice un anónimo. Cuando María y José llegaron a la gruta encontraron un pesebre abollado, cascado y abandonado. Habrá sido un alto honor recibir aquella tierna carga y convertirse inesperadamente en el primer sagrario de la historia. No por eso se ensoberbeció. Recordó que “la verdadera humildad no consiste tanto en pensar que somos menos, cuanto en pensar menos en lo que somos”. 

Las crisis prueban nuestra fe. Son sinónimo de inestabilidad, inseguridad e incertidumbre. Pero la fe es compatible con las situaciones más adversas. “Creer es ser capaz de soportar dudas”, decía Newman. Ahora bien, la fe no se improvisa. El pesebre primero soportó aquel peso sin nombre y sólo después, con la llegada de los reyes y pastores, empezó a entender quién era el que estaba encima. Muchas crisis al inicio tampoco tienen nombre. Pero con el tiempo corroboran nuestra fe. Lo intuyó Lacordaire: “La adversidad descubre al alma luces que la prosperidad no llega a percibir”. 

Las crisis prueban la austeridad. Nos obligan “a bajarle” y a agudizar el sentido de lo esencial. Un pesebre es un modelo de austeridad: un poco de lámina, tal vez algún tornillo y poco más. Para el pesebre, el Niño a cuestas en aquella gruta desnuda fue su único tesoro; y servirle, su mayor riqueza. 

No sabemos cuánto más dure la crisis. Pero sí sabemos que está siendo un magnífico aprendizaje. De la mano del pesebre, saldremos de este difícil 2009 mejor preparados para un incierto 2010. Porque, decía Renan, “los golpes de la adversidad pueden ser amargos, pero nunca estériles”.