Secretos de la Navidad para una sociedad postmoderna
La Navidad nació con Cristo en Belén. Con más de 2000 años de historia, conserva aún el extraño poder de ilusionar a los niños, inspirar a los artistas, arrobar a los místicos, hacer reflexionar a los teólogos, unir a las familias y dar trabajo a los comerciantes.
Aunque en algunos países y sociedades el nombre de la Navidad tiende a diluirse –si no es que a desaparecer, a cambio de expresiones como “Buone Feste”, “Happy Holidays”, “Felices Fiestas” o, peor aún, como aprobó el parlamento de cierto país, “Celebración de la noche invernal”, la Navidad sigue teniendo su magia, su encanto, su fuerza evocadora de sueños, ilusiones y nobles sentimientos.
Pienso que hoy, especialmente, la Navidad es como un gran baúl de secretos para nuestra sociedad; secretos que marcaron la vida de sus personajes, desde María hasta las estrellas, pasando por los ángeles, los pastores y tantos otros protagonistas de aquella noche maravillosa, la más bella de la historia.
La nuestra es una sociedad apresurada. Ningún tiempo es suficiente; se corre a todas partes, se llega tarde; no hay tiempo para nada. Dos personajes ofrecen un primer secreto a esta sociedad inquieta: el burro y el buey. ¿Qué hacen? Simplemente están. No se mueven. No caminan. No se marchan. No tienen prisa. Su lugar es junto al Niño Dios. Desde ahí nos recuerdan que el tiempo no existe ni importa cuando se está con aquel a quien amamos. No tienen la enfermedad de la impaciencia. No les quema la urgencia de ir a hacer otras cosas. Saben que estar junto a Jesús es estar en el lugar correcto.
Nuestra sociedad es racional. Racional viene del latín “reor, ratum”, que significa calcular. La sociedad de hoy ha aprendido a ser calculadora, en el peor de los sentidos: el de medir la propia entrega. Se ha perdido la espontaneidad del don, de la generosidad. San José tiene un secreto para nosotros: el de la apertura a los planes de Dios. ¡Pobre hombre! También él haría sus cálculos. Todo lo tendría bien previsto: “Será el Hijo de Dios”, se diría. “Nacerá en el mejor palacio, en las mejores condiciones. Viviremos con él en Jerusalén, la capital. Nos darán como casa el Templo de Salomón. Y vendrán reyes y reinas de todas partes a visitarnos, con presentes –aunque ojalá con más oro y menos mirra. Ya no tendré que trabajar de carpintero”. ¡Cuánto le habrá costado entender el censo en Belén, el establo, la huida a Egipto, el regreso y la larga estancia en Nazaret, sin pena ni gloria! Y tuvo que seguir de carpintero, siendo el padre adoptivo del mismísimo Dios encarnado. La Navidad es una profunda lección de apertura para aceptar tantas cosas que ocurren contra nuestros cálculos.
Nuestra sociedad es física. No en sentido científico, sino corporal. Está obsesionada por el fitness, por la “buena forma”. Los gimnasios posiblemente lleguen a ser el negocio del siglo. Contra esta tendencia, los ángeles de la Navidad nos revelan su gran secreto: el de la espiritualidad. Ellos son espíritus puros. Nos enseñan a valorar y a gozar la vida espiritual.
A veces tenemos la sensación de que la vida espiritual es algo aburrido, monótono. El canto de los ángeles en Navidad nos recuerda que la vida espiritual es siempre bella, emocionante minuto a minuto, cualquiera que sea la condición del cuerpo. No está mal cultivar la buena forma, cuidar la salud del cuerpo. Pero también –y con mayor razón- hay que cultivar el alma. Lo dice una antigua frase latina: «Los rasgos del alma siempre serán más bellos que los del cuerpo».
Dos necesidades básicas nos definen: la de hablar y la de ser escuchados.
Con el añadido hoy de la tecnología –celulares, Messenger, blogs, chateo, etc.- la ecuación queda así: tendencia natural a hablar + tecnología = sociedad hiperparlante. María tiene un secreto que revelar a esta sociedad: el secreto del silencio. Ella, la gran coprotagonista de la Navidad; la que tendría tanto que decir, tanto que contar, guarda silencio, medita. Según la narración evangélica del nacimiento de Jesús, María no dice una palabra. Pero no fue el suyo un silencio superficial o inmaduro. Fue más bien el espacio para reflexionar, para profundizar, para contemplar con el corazón: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc. 2, 19). Entendió muy bien María lo que un psiquiatra español diría siglos más tarde: en ciertas ocasiones «la palabra es plata y el silencio es oro».
Nuestra sociedad es superficial. Se piensa y se habla con superficialidad porque se vive con superficialidad. A esta realidad se opone el secreto de la esperanza. Fue el secreto del mundo que esperó a Cristo por tantos siglos.
La superficialidad es la enfermedad de los que no esperan nada. De los que viven en un mundo sin profundidad, sin relieve, sin montañas que conquistar ni misterios que penetrar. Un filósofo existencialista escribió: «La vida es una derrota, nadie sale victorioso, todo el mundo resulta vencido; todo ha ocurrido para mal siempre y la mayor locura del mundo es la esperanza».
No es así. Cuando esperamos algo nos polarizamos, nos cargamos de ilusión. La esperanza mete un centro de gravedad en nuestra vida, y así nos saca de la superficialidad. Esperar a Cristo es la espera más grande que el mundo ha tenido. La Navidad nos lo recuerda cada año. Por eso alguien definió la esperanza como la memoria del futuro. Es recordar que Alguien está por venir.
El glamur, según el Diccionario de la Real Academia Española, es un “encanto sensual que fascina”. En nuestra sociedad puede presentarse como preocupación excesiva por la buena apariencia, el look más llamativo.
A esta sociedad glamurosa, las estrellas de la noche de Navidad tienen un secreto que ofrecerle: el de la humildad. Las estrellas sólo brillan en la oscuridad. Cada una brilla con su tamaño y su fulgor propio, sin complejos ni tontas comparaciones. Las estrellas brillan siempre, independientemente de si las miramos o no. Las mira Dios, y eso les basta. «No eres más porque te alaben, ni eres menos porque te desprecien; lo que eres a los ojos de Dios, eso eres», escribía Tomás de Kempis en el siglo XVI. Aquella noche de Navidad, las estrellas debieron brillar maravillosas, sin envidia de la gran estrella posada sobre la cueva de Belén. En un mundo ávido de reflectores, de relumbrón y de flashazos, ellas siguen siendo hoy, sin pretenderlo, las verdaderas estrellas.
Una nota novedosa de nuestra sociedad postmoderna es la ambición. Sin duda, ciertas ambiciones son legítimas. El problema es la ambición que se torna insaciable. El gran secreto del pesebre fue la pobreza espiritual, el desprendimiento interior. Siempre he tratado de imaginar la historia del pesebre; una historia que debió ir de más a menos. Empezó siendo un tambo limpísimo, idóneo para conservar agua, leche o vino. Más tarde fue contenedor de combustible, aceite o lejía. Después lo destaparon para llenarlo de algún grano. Un poco más rodado y abollado, se convirtió en tambo de basura. Muchos golpes después, picado y maltratado, cuando ya no servía para otra cosa, lo pasaron por la sierra y, partido por la mitad, dejó de ser tambo y empezó a ser pesebre, en el que colocaron paja para vacas y bueyes. Nunca imaginó, rodando por la pendiente de la humillación, que llegaría a ser el primer sagrario de la historia, después de María. El pesebre nos recuerda que se es más feliz siendo menos que más, que no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita, que el camino de la ambición no va a ninguna parte y que, en los planes de Dios, muy poco tienen que ver nuestros méritos.
Nuestra sociedad presume, con razón, de independencia. Pero una mal entendida liberación puede llevarla a una falsa autonomía, que raya en la ilusión, en la pérdida de referentes morales y de criterios rectos y claros.
Los Reyes Magos nos ofrecen también su secreto: la docilidad. Se dejaron guiar, aunque el camino fuera largo y muchas veces oscuro. El premio a su docilidad fue encontrar a Cristo. Lección de sensibilidad a los auténticos valores y a las inspiraciones de lo alto. Dios nos manda señales; nos sugiere, nos invita, nos pone una estrella que seguir. El corazón rebelde se ciega y se endurece; se enferma de una enfermedad que en la Biblia se llama “esclerocardía” –dureza de corazón. En cambio, el corazón sensible tiene ojos y el corazón dócil tiene pies: Y así puede ver la estrella y seguirla, y llegar hasta la felicidad en Cristo.
La prisa y, sobre todo, la cantidad de estímulos que tocan hoy a la puerta de nuestros sentidos, pueden hacernos extremadamente despistados. Nuestra sociedad es distraída. La Navidad, por su parte, se ha sofisticado mucho en los últimos años. Tenemos el peligro de perdernos entre los miles de escaparates reales o virtuales que se nos ofrecen cada día. El secreto de los pastores fue su sentido de lo esencial. Ellos eran hombres sin educación, sin formación, sin grandes retos. Tendrían, como todos, sus quehaceres. Pero aquella noche descubrieron que ya nada importaba, que sólo una cosa era necesaria: estar junto a aquel Recién Nacido. El sentido de lo esencial consiste en eso: captar lo importante, buscar lo único necesario, simplificar la vida. Fue lo que años después diría Cristo a Marta: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada» (Lc. 10, 41–42).
Un último rasgo de nuestra sociedad postmoderna es la preocupación. El hombre y la mujer del siglo XXI difícilmente encuentran remansos de serenidad. Andan inquietos por mil apremios y necesidades, aunque sean aparentes. La Noche de Navidad tiene un secreto que compartirnos: la paz.
San Agustín definió la paz como la “tranquilidad del orden”. Aquella “Noche de paz” cesaron las guerras, se hermanaron los pueblos, se reunieron las familias, y parece que hasta el cosmos se puso en paz. El Martirologio romano lo enfatiza cuando dice que Cristo nació “mientras reinaba la paz en toda la Tierra”. El secreto de la Navidad sigue vigente: sólo cuando Cristo nazca en cada corazón, habrá paz.
La Navidad tiene aún muchos secretos que revelar a nuestra sociedad postmoderna. Quizá este año, de mayor austeridad por la crisis, tengamos la Navidad más rica en enseñanzas y lecciones de vida.