¿Pecados “pequeños”?
¿Pecados “pequeños”?
Un conferencista que participaba en un congreso dedicado al tema del pecado original quiso explicar la diferencia entre “pecados grandes” y “pecados pequeños”.
Un conferencista que participaba en un congreso dedicado al tema del pecado original quiso explicar la diferencia entre “pecados grandes” y “pecados pequeños”.
No es fácil reconocer que hemos “pecado”, que hemos ofendido a Dios, al prójimo, a nosotros mismos.
No es fácil especialmente en el mundo moderno, dominado por la ciencia, el racionalismo, las corrientes psicológicas, las “espiritualidades” tipo New Age. Un mundo en el que queda muy poco espacio para Dios, y casi nada para el pecado.
Cada ordenación sacerdotal despierta en los corazones reflexiones profundas y sinceras.
Veamos al joven o al hombre adulto que empieza a ser sacerdote. Después de un camino de maduración, después de momentos de dudas y de esperanza, después de oración y discernimiento, dio su “sí” a Dios en la Iglesia.
Entre el creer y el amar hay una relación tan estrecha, tan íntima, que nos resulta difícil responder a la pregunta: ¿uno ama porque cree, o uno cree porque ama?
Un niño coge entre sus manos un diamante. Sus papás sonríen. Tras la lluvia de reflejos del cristal se esconde un regalo precioso, fruto de muchos años de trabajo. El niño se acerca a unas brasas, deposita el precioso objeto, y... en pocos instantes se pierden, en los aires de la casa, unos cuantos miles de dólares...
Muchos tienen la costumbre de hablar con su ángel de la guarda. Le piden ayuda para resolver un problema familiar, para encontrar un estacionamiento, para no ser engañados en las compras, para dar un consejo acertado a un amigo, para consolar a los abuelos, a los padres o a los hijos.
Un joven se acerca a la sede del celebrante. El obispo le impone, en silencio, las manos. El joven vuelve al altar, se pone de rodillas, espera.
El obispo pronuncia las palabras de ordenación. Desde ese momento, el Espíritu Santo desciende. Un cristiano empieza a ser sacerdote “para siempre”.
¿Qué ha ocurrido antes de esos momentos? ¿Cómo llega cada joven a darle un sí total a Cristo?
Cada mirada proyecta un mundo fuera de sí. Un mundo de esperanzas o de miedos, un mundo de alegría o de dolor, un mundo de esfuerzo o de fracaso, un mundo de paz o de rencores arraigados.
Nuestros ojos se cruzan con tantos rostros que nos hablan... En cada encuentro, buscamos ocultar la pobreza interior o dar un poco de ese amor que hemos recibido de Dios.
Son incontables los caminos que nos acercan a Cristo. Muchos están reflejados en el Evangelio, con sus escenas sencillas de encuentros decisivos.
Unos van a Cristo llevados por la curiosidad. Desean saber qué dice y qué hace este personaje venido de un poblado casi desconocido de Galilea.
Otros van a Jesús deslumbrados por su fama, tal vez con el deseo de pedir un milagro. Gritan, suplican, lloran, se ponen a los pies del Maestro. No dejan de insistir hasta que no consigan una curación, un milagro, un cambio profundo en sus vidas.
“Y una lucecita que apenas se ve
cuando estoy a solas va diciéndome
que no soy yo, que aun no soy yo”.
Reflexionamos sobre estos versos de una famosa canción. Hay algo en nuestros corazones que nos interroga continuamente, que nos pone ante lo que hacemos, lo que nos preocupa, lo que queremos, lo que soñamos, y nos dice que todavía hay que caminar, hay que conquistar nuevas metas, hay que ir hacia montañas lejanas.