Cada mirada proyecta un mundo fuera de sí. Un mundo de esperanzas o de miedos, un mundo de alegría o de dolor, un mundo de esfuerzo o de fracaso, un mundo de paz o de rencores arraigados.
Nuestros ojos se cruzan con tantos rostros que nos hablan... En cada encuentro, buscamos ocultar la pobreza interior o dar un poco de ese amor que hemos recibido de Dios.
Quisiéramos, desde los ojos, abrirnos a cada hermano. Para que el otro entre en nuestro corazón, para que pueda abrirnos su mundo interior, para que nos transmita amores que desean volar y que siguen, muchas veces, amarrados por el miedo.
Quisiéramos tener ojos limpios, porque si el ojo está limpio, todo el cuerpo llega a ser luminoso (cf. Lc 11,34). Para no condenar a quien vive a nuestro lado. Para no criticar a personas simplemente por rumores que circulan desquiciados. Para acoger a ancianos que desean encontrar a alguien a quien contar historias de vida y de esperanza. Para sonreír a niños que nos invitan a construir ciudades de misterio con la arena de la playa.
Quisiéramos, sobre todo, atisbar los ojos de Dios, sentir que nos miran con un cariño inmenso. Somos sus hijos, a veces heridos, a veces cansados, a veces buenos, muchas veces en pecado. Somos peregrinos que recuperamos fuerzas cuando, en la marcha de la vida, nos sentimos tocados por la mirada amable de Jesús, Maestro bueno.
Desde sus ojos limpios, ojos de Dios Hijo y ojos de carpintero honesto, hoy iniciamos un nuevo día. Un día que quisiéramos más vacío de egoísmo y rencores y más lleno de amor y entrega a tantos rostros que buscarán, en mi mirada, algo de cariño, comprensión y servicio verdadero.