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Ordenaciones desde el cielo

Cada ordenación sacerdotal despierta en los corazones reflexiones profundas y sinceras.

Veamos al joven o al hombre adulto que empieza a ser sacerdote. Después de un camino de maduración, después de momentos de dudas y de esperanza, después de oración y discernimiento, dio su “sí” a Dios en la Iglesia.

Siguieron luego años de formación, años de plegaria, años de entrega. Por fin, llegó el día: fue llamado por el obispo. Con humildad, con alegría, con amor, recibió el don de ser sacerdote, de convertirse en pan y palabra para sus hermanos.

Pensemos en los padres y familiares. Tendrían tanto que decir los padres... Uno de sus hijos, nacido como fruto de su amor, un día partió del hogar. Es normal que los hijos salgan de su familia de origen para iniciar una nueva familia. Es “especial”, incluso es inmensamente bello, que un hijo salga de la casa para seguir las huellas de Cristo.

Recordemos a los amigos, conocidos, compañeros de estudio o de trabajo. Han visto cómo una persona a la que amaban y respetaban decidió darse a Dios, acoger alegremente la llamada de la Iglesia.

Pero en la ordenación sacerdotal brilla, de un modo profundamente intenso y bello, el corazón emocionado de Dios Padre. Por amor decidió la creación del mundo. Por amor prometió la salvación tras la caída de los primeros padres. Por amor escogió a un pueblo para hacer presente su promesa. Por amor, en la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo.

Por amor, el Padre llamó junto a su Hijo a un número de bautizados, invitados a ser obispos y sacerdotes, para vivir como heraldos del Evangelio, como transmisores de esperanza, como fuego y sal en un mundo necesitado de misericordia.

Dios, si se nos permite la metáfora, se “emociona” ante cada nueva ordenación sacerdotal. Desde las manos, los pies, la boca y el corazón de cada sacerdote podrá susurrar, gritar, su amor a los hombres. Recordará el mensaje que nos dejó en su Hijo Jesucristo. Y hará presente la acción del Espíritu Santo desde los sacramentos y desde la predicación de la Palabra.

Cada ordenación sacerdotal es una fiesta inmensa en el cielo. Un hombre frágil acoge el don divino y dice “sí” a la Iglesia. Dios espera llegar, a través del corazón y de la vida del nuevo sacerdote, a muchos hogares, a muchas vidas necesitadas de cariño verdadero.

Es fiesta grande en los cielos. La historia humana ha quedado marcada nuevamente por la elección divina. Dios nos acompaña, humilde y alegremente, a través de cada sacerdote entregado a vivir su misión como “otro Cristo”, a lo largo de los caminos de la Iglesia.