El consuelo divino
El consuelo divino
El consuelo divino
Cada promesa toca al hombre en lo más profundo de su ser. Desde el niño que dice a sus padres que en una semana no volverá a molestar a su hermanito hasta el abuelo que se decide, finalmente, a dejar de fumar, todos somos capaces de prometer.
Hay promesas que engloban de un modo particular a quienes las hacen. Son las promesas de los que se casan, las promesas de los que se consagran a Dios como religiosos o en otras formas de entrega a Dios en la Iglesia, y las promesas de los sacerdotes.
Pasa más a menudo de lo que imaginamos. Un corazón busca a Dios, quiere servir a sus hermanos, estudia el Catecismo, lee escritos de grandes santos. Dedica tiempo a la oración, va a misa los domingos y varios días entre semana, empieza a rezar el rosario o a hacer otras oraciones de la espiritualidad cristiana. A pesar de todo, está inquieto. Como si su esfuerzo espiritual no valiese nada; como si estuviese ante un muro de silencios que le deja confundido, perplejo, lleno de zozobras.
Si la vida nos ha cogido con sus prisas. Si el cansancio no deja espacio para sueños. Si las cosas empiezan a ser más un estorbo que una ayuda. Si el placer deja cada vez menos gozos y más desidias. Si el egoísmo nos encierra en nosotros mismos y nos impide tender la mano al familiar, al amigo, al extraño...
Un grupo de ángeles jóvenes acaban de recibir su misión para la próxima semana: encontrar hombres y mujeres disponibles para realizar la Voluntad de Dios.
Antes de partir hacia la Tierra, se reúnen con un arcángel veterano. Les explica lo complicados que son los seres humanos, las pegas que ponen cuando se les pide un favor, lo mucho que se autolimitan porque miran sólo sus defectos y se olvidan de Dios...
El gobernador no tenía ninguna duda: en menos de 24 horas la ciudad iba a quedar completamente inundada. Ordenó la evacuación y puso en marcha todo el sistema de seguridad previsto para las situaciones de emergencia.
El Volvió a ocurrir. Aquello que tanto temía se hizo presente en mi vida. Dejó una herida profunda, abierta, que no deja de dolerme allá, muy dentro de mi alma.
Tuve que afrontar la dificultad, tuve que buscar fuerzas para salir adelante. En mi corazón busqué aferrarme a una rama de esperanza.
Sí: lo que menos deseaba ha llegado. Pero al menos puedo refugiarme en un consuelo, en una trinchera nueva. Tengo pequeñas alegrías que me suavizan en la hora de la prueba. Queda una rama de esperanza.
Lo quisiéramos decir con toda el alma, con la vida entera: Dios existe.
Más allá de las dudas, del fracaso, del miedo, del trabajo, del cansancio, del dolor. Más acá de las alegrías, de la ternura, de la amistad, del consuelo. Más dentro que mi conciencia, que mis pensamientos, que mis penas, que mis esperanzas. Más arriba de las montañas, de los cometas, de las galaxias, de la poesía.
El hermano Jacinto sentía una pena profunda en su alma. Otra vez las noticias hablaban de un desastre. Cientos, quizá miles de muertos. Como si fuese una extraña ley de la fatalidad que todo tipo de mal ocurriese precisamente en los países más pobres, en los lugares que ya sufrían por miles de miserias e injusticias.
El pasado deja heridas, produce huellas imborrables. Lo que hicimos, lo que dejamos de hacer, lo que otros realizaron, condiciona mi presente, continúa en mis recuerdos, influye en cada uno de mis actos.El pasado “pesa”. A veces llega a paralizarnos. Provoca miedo, genera angustias, suscita desconfianzas, impide el tomar decisiones urgentes.
Pero el pasado no lo es todo. Porque cada uno tiene, en sus manos, un presente, un instante frágil y fugitivo, maravilloso y esperanzador.