Es un
misterio el hecho de que Cristo haya unido de forma tan admirable, la
experiencia de la felicidad a la experiencia de la entrega y de la
cruz. No es el dinero, ni el placer, ni el poder el origen de nuestra
felicidad, sino la vivencia de una fe sencilla y auténtica. No es el
abandono espiritual o la comodidad lo que satisface al hombre, sino la
identidad entre su ser cristiano y humano en un esfuerzo por vivir ese
único fin del hombre que es Dios. Por eso, quien acepta a Dios hecho
carne en Jesucristo, le ama, le sigue, le imita... está realizando esa
ansia íntima de su existencia, sede de la felicidad, de la paz, de la
tranquilidad interior.