Hubo un
joven que se cruzó en el camino de Cristo: se entusiasmó al oírle
hablar del Reino, al verle obrar los milagros, al contemplar la
imponente personalidad del Maestro, y quiso seguirle. Cristo le amó
como ama el ardor, la vitalidad, la capacidad de entusiasmo y grandeza
de los jóvenes, y le puso las condiciones para seguirle: una entrega
irrevocable, un sentirse desprendido de todo, dejarlo todo, para
poseerle a Él solamente. Aquí fue donde el joven retrocedió
amedrentado, temió dejar la dulce tibieza de su comodidad, volvió la
espalda a Cristo. Después no supimos más de él, entró a formar parte de
una anónima turba humana de todos los siglos y de todos los
hemisferios; pudo ser un apóstol al lado de Pedro, de Juan y Santiago,
y llevar la luz de Cristo a pueblos que no le conocían y morir
confesándole y ser hoy modelo de entrega...Por el contrario, hoy sólo
es para nosotros paradigma de cobardía y de inconsecuencia o falta de
sinceridad en su deseo de seguir a Cristo.
No
es una exigencia subjetiva, sino una de las leyes del Reino que
establece Cristo cuando dice: "Si el grano de trigo no muere, queda
solo; si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24) o también "el que quiera
venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga" (
Mt. 16,24). Nuestro divino maestro pone en la entraña de toda vida
cristiana una exigencia de radicalidad, que sólo se puede cumplir si
somos plenamente sinceros con Él y con nosotros mismos. Hoy se habla
mucho de autenticidad, pero se la pone en conceptos y actitudes
sofisticadas; debemos vivir la verdadera autenticidad siendo fieles a
nuestra misión.