La vejez y la mugre y la interminable cadena de mis mediocridades no han matado aún esa alma de niño que ha sobrevivido a todo.
Desde lo más hondo de mi alma aflora un deseo incontenible de mirar y abrazar a ese Dios siempre buscado, querido y adorado por lo más mío.
Hoy quiere decirle ese niño, que es lo más puro, lo más mío, lo que aún no está podrido:
“Te amo, Señor, eternamente”.