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Voto de castigad

Tal parece que, además del voto de castidad -por el cual algunos se comprometen a vivir el celibato apostólico, dentro y fuera del estado religioso- existe un curioso voto de “castigad”, es decir, la decisión de algunas personas casadas de no cumplir el débito conyugal cuando deciden castigar a su cónyuge por diversos motivos.

No cabe duda que el matrimonio es una relación interpersonal muy rica en temas y matices; y la experiencia demuestra que donde aparece el factor humano las cosas tienden a complicarse. Esto dicho, habré que dejar bien claro que soy un acérrimo defensor del matrimonio. Casi me atrevería a decir que si no fuera yo sacerdote, me casaría cada mes… claro está que con la misma mujer.

A mí me enseñaron que todo átomo que se preciara tenía tres tipos de partículas, a saber: los protones, de carga positiva; los neutrones, de carga neutra y los electrones, de carga negativa. Pues bien, la vida me ha enseñado que con las personas pasa lo mismo. Los hay: buena-onda; los mediocres, y los pesimistas de carga negativa: los malas-vibras. Lo malo de este asunto es que a diferencia de lo que sucede dentro de los átomos, en los que las partículas se mueven en planos distintos, y así no chocan; en nuestro caso circulamos por las mismas rutas y chocamos varias veces al día.

Por todas partes no es raro escuchar epítetos como: infeliz, desgraciado, canalla, maldito, perverso, patán, miserable, ruin, infeliz, desventurado y algunos otros más que la decencia no me permite escribir para unos lectores tan pulcros y correctos como ustedes, y lo peor de todo, es que a veces nos comportamos de forma tal que, para ser sinceros, sí nos los merecemos.

Todos nos quejamos de la falta de consideración de los demás, pero nuestro egoísmo nos hace tropezar en el ejercicio de estas virtudes con mucha frecuencia. A veces nos falta “cintura” como los futbolistas gambeteros, que saben quebrar el torso para evitar chocar con los jugadores contrarios. Continuamente al grito de voy derecho y no me quito, abusamos, lastimamos y nos reímos no sólo de los desconocidos que nos ganan el espacio al que nos dirigíamos, sino también de nuestros seres queridos. No se vale. Y para acabarla de amolar, no sabemos decir: Lo siento, me porté mal. ¿Me perdonas?

Lo peor de todo, es que la falta de humildad para reconocer los propios errores es una manifestación de inmadurez. Las personas maduras -quienes están acostumbradas a profundizar en los motivos y efectos de sus pensamientos y actos- no tienen empacho en aceptar su culpabilidad y proceden en consecuencia. Saben que no son perfectas y aceptan sus fracasos sin hundirse, y sin perder la paz. ¿Qué pues…, lo intentamos?