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Unos ojos, un rostro y un corazón en María

Los antiguos no vieron en la mujer más que la belleza natural, los escultores y artistas la reprodujeron con perfección y formas delicadas: Fidias, Policletes, Praxíteles, Zeuxis, Parrasio, Apeles y Pausanias casi la idealizaron. Desde las letras, los diferentes autores nos regalan un  reflejo de la multiplicidad de las formas de ser mujer en sus distintos personajes.

            En las obras medievales la mujer no aparece nunca  con superioridad plástica. No obstante los imagineros del gótico dieron a sus ángeles y santos una belleza femenina. En el renacimiento los pintores y escultores se dejaron influir por la belleza de las formas con detrimento del carácter mientras que los artistas modernos han encarnado y personificado en la mujer a la ciencia, a las artes, a las virtudes y a los vicios. En retrato apenas hay algún autor que no haya pintado una mujer.  

            María, la Virgen Madre, mujer nueva, no ha estado exenta de ser objeto de contemplación. A ella la han vislumbrado los autores desde diferentes perspectivas pero siempre bajo el mismo velo de la aceptación amorosa que caracterizó su tránsito por este mundo. Es ese rasgo tan propio el que pintores, escultores y literatos han sabido captar tan bien de ella. Sus ojos, su rostro,  su corazón, sus manos: toda ella es un himno a la armonía, a la paz, al amor oblativo y hondamente vivificado por la fe, por el abandono en la fe.  

            El pintor sevillano, Rafael Esteban Murillo (1617-1682), tras pintar series de lienzos  para la catedral de su ciudad natal y adornar con frescos diversos las paredes de hospitales, conventos, abadías, monasterios e iglesias, se empezó a especializar en las pinturas que le han hecho pasar a la posteridad: multitud de versiones sobre vírgenes con el niño o de la «Inmaculada Concepción» se cuentan en el haber producido por este gigante de la pintura española del barroco. Pero de entre todas, hay una pintura mariana especialmente llamativa: «La Virgen Gitana».  

            Miguel Ángel ( ) contaba 25 años cuando esculpió «La Piedad», una estatua de 1.80 centímetros de alto ejecutada por encargo del cardenal Jean De Villers de la Groslaye, benedictino francés embajador en Roma, para regalarla a la basílica de San Pedro. Confiada para un periodo de un año, la obra en mármol estuvo finalizada dos días antes del plazo.  

            Una y otra obra son meditaciones hechas arte donde el silencio humilde, la fe serena, el amor encendido y la conformidad unánime se funden. Pertenecen a dos periodos artísticos distintos, a dos autores de orígenes geográficos diversos y a dos bellas artes diferentes pero han logrado palpar al mismo personaje con sutilezas y apreciaciones tan semejantes aunque en dos momentos opuestos de la vida.

            Los artistas han visto con los ojos del intelecto las formas encerradas en el lienzo y en la piedra; han penetrado los sentimientos de la novel madre, abandonada en las manos de la Providencia divina, y de la mujer madura que recuerda, con la nave rota en el puerto de sus brazos, el pasado; han homenajeado el papel de la mujer en la historia de la salvación a partir de dos periodos de la vida de María: después del parto, con el hijo en brazos, y tras el asesinato del mismo hijo y en los mismos brazos también.  

                        « […] Velaré

                        tu silencio escondido en el silencio,

                        y quedaré a tu lado sin palabras […]

                         Y así me quedaré

                        palpando tu silencio,

                        metiéndolo en la médula

                        de mis huesos, oyéndole sus  

                        mínimas

                        insinuaciones

                        adorando su pálpito infinito.»[1]  

            Pareciera que Murillo hubiese tenido en mente estos versos y hubiese querido plasmarlos en la imagen que nos ofrece con su «Virgen Gitana». Apenas se la puede ver sin conmoverse. No es como una de esas pinturas donde la madre hierática arquea las cejas  mientras el niño bendice como sabiendo lo que hace. No. Esta imagen es lo más parecido a lo natural, está vecina a lo factible. Es una oda a la verdad y al silencio que, poco a poco, prorrumpen en invitación  al diálogo interior, a buscar hacerle compañía a la niña que hace de madre y de madre, nada menos, que de Dios. Bien podemos cantarle:  

                        «Todo un Dios omnipotente

                        es un niño en tu regazo,

                        y el amor más infinito

                        busca un poco de tu amor.»[2]  

            Los colores son ya de por sí cálidos y abrigadores. Claros contornos, formas definidas; la tez lozana de María está bañada por un ligero rosa en sus mejillas que le da ese aire de encanto y atractivo. Su cabeza está cubierta por el velo que cubre sus suaves cabellos que escapan, juguetones, como queriendo tocar los del hijo. La niña madre abraza en su pecho al niño que duerme como si Dios se hubiese olvidado de cualquier otra cosa en ese instante y estuviese sólo dispuesto a recibir cariño. Le abraza, ¡y con qué dulzura!, mientras su cabecita maternal  se mueve hacia la altura, como suscitando el diálogo, la oración, en tanto deposita sus ojos en el cielo dejándolos clavados fijamente pero sin violencias.  

            Mientras el sevillano  se fijó en la juventud de la maternidad mariana, el artista florentino se fijó en que la fortaleza de la madre madura se asentaba en la fe en el hijo. Que su dolor, intensísimo, entrañablemente arraigado en su corazón de madre amante, era parte del fuego común que les unía, que les abrasaba. Si María no murió de dolor ante la imagen del hijo asesinado es porque el hijo muerto le daba vida.  

                        «Yo sostenida en Ti por el arrimo

de tu luz, como nube, tallo o rama.

Yo, caliente bullir, Tú, suave llama

donde me abraso y muero y me

 redimo.[3]»  

            Todo el conjunto está armónicamente compuesto dentro de la silueta marmórea que da ese cariz de monumentalidad. Los ojos del que ve las figuras se adaptan a las proporciones de los cuerpos superando ese error, casi imperceptible, de la superioridad en tamaño de la madre respecto al hijo.  

            Los ojos de la madre de Dios son el espejo de la fe teologal que irradian ejemplo, que dicen invitación a la imitación.  

«Mas en el corazón arde una

 estrella.

Y ves sin ver. Y tocas sin tocar:

con su rejón de luz serena.  

No ves su brillo, sí su quemadura.

Su silencio es ya un modo de

 alumbrar.

Y hace una noche clara, aunque es

 oscura.»[4]  

            «Vé sin ver». ¡Que atinados versos. «La Virgen Gitana» echa sus ojos al cielo como queriendo mirar más allá, como queriendo ver el futuro, como preguntándole al Creador qué sucederá. Tiene a Dios en su regazo y, aunque es tan difícil entender el plan de Dios plenamente desde un inicio, jamás duda; mantiene firme e inextinguible el candor de su primer sí. Mas eso no impide, no le priva de cuestionamientos; preguntas que no son dudas de fe sino deseo de comprender mejor para actuar óptimamente:  

                        «[…] cuando hurgo en tus llagas

buscando las razones de mi fe…

¡No te me duelas, Señor!

Que buscar no es dudar.

Y el que busca es porque anhela y

 cree encontrar […]»[5]  

            Nosotros pensamos distinto, se nos van por otro lado las consideraciones; nos parece que el dubio la inunda pero cómo había de anegarla cuando tiene entre brazos al fruto del poder misterioso divino  donde nunca jamás hombre tuvo parte.  

            En el conjunto de mármol vivo de Miguel Ángel, la madre rinde los ojos y la cabeza. No está mirando a Cristo, está viendo el pasado, está recordándolo todo: su niñez tan humilde y sencilla al lado de Joaquín y de Ana, el noviazgo con José y la comprensión de éste cuando le expone su deseo de virginidad; está acordándose del anuncio del ángel, de la paz y la confianza  que le inundó y se sobrepuso a cualquier intento de desesperanza y desaliento, de la comprensión y apoyo de José; está recordando el traslado a Belén, el nacimiento del hijo, ¡qué momento aquel!... Tiene en la mente la huída a Egipto, el regreso a Nazareth, las peregrinaciones a Jerusalén, el momento cuando Jesús se quedó en el templo con los doctores. Piensa en cómo ella fue testigo del desarrollo  y crecimiento de ese cuerpo inerte que ahora tiene en su seno, cual rota nave  vuelta al puerto, como aquellos días cuando el zarpar  exigía una continuo, un diario retorno. Se acuerda, ¡cómo olvidarlo!, del día en que Jesús se hizo a la mar para anunciar el Reino y se despidió de ella…

Varias lágrimas brotan invisibles por las mejillas que tantas veces besó el Dios humanizado. Pareciere que este monolito de perfección abriese paso al silencio desgarrador de la mujer desamparada, pero no es así. Es todo lo contrario, aquí María puede musitar con el poeta:  

          «…el hondo desamparado, el

         desconsuelo,

          la triste esclavitud que me perdía,

           son ahora presencia, luz sin velo,

          son amor, son verdad, son alegría,

          ¡son libertad en Ti, Señor, son

          cielo!»[7]  

Sí, el rostro de María pintado y esculpido es el reflejo de la pureza del alma y del cuerpo; estará siempre fresco, siempre nuevo porque invariablemente ha permanecido virgen. El rostro mariano es la expresión viva de la esperanza teologal que le nutre, conserva, que le mantiene siempre joven.  

          En contraste, el rostro que ofrece Murillo es de una mozuela encantadora, inexperta como mamá, pero decidida y tierna. Pareciera que aún no comprende cuando somos nosotros los que no comprendemos. En su rostro se repite incansable el pasado fortuito donde hallan resonancia aquella letra del poeta franciscano de Cuenca.  

                   «¡Oh qué alumbramientos,

                   Señora, te rigen!

                   ¡Oh qué pensamientos

                   de ser madre y virgen!»[8]  

          En «La Piedad» ambos rostros, el de Jesús y el de María, están fuera del tiempo. Por la madre no han pasado los años. Su faz conserva la lozanía y el encanto juvenil de antaño no obstante el cansancio e intenso sufrimiento ahogado en la aceptación cada instante renovada. Con su cabeza inclinada y el gesto de la mano izquierda acepta en mutismo entrañable la voluntad de Dios.  

          El blanco del mármol concede a la obra ese hálito de eternidad y belleza. No se puede pensar una «Piedad», al menos como ésta, de cantera, jaspe, madera o serpentina; no. Sin su color natural característico no sería ese resultado que guarda en su nombre el gesto de un corazón maternal lacerado que prorrumpe,  en sigilo interior ante la contemplación de la semilla hundida en el surco que años atrás fue depositado en las fértiles tierras de sus entrañas virginales, en  esas preguntas propias de un corazón quebrantado:  

                   «…¿Quién abrió los raudales

                   de esas sangrientas llagas, amor mío?

                   ¿Quién cubrió tus mejillas celestiales

                   de horror y palidez? Cuál brazo impío

                   a tu frente divina

                   ciñó corona de punzante espina?»[9]  

          El seno de María encarna la virtud teologal del amor. Es la primera cuna donde el niño Dios reposó su humanidad y es también la mortaja donde el cuerpo sin vida encontró su último amoroso descanso antes de ser depositado en la tumba. Pero ese surco abierto que es el seno de María no es fuente de tristeza y oscuridad, no. Tampoco es el mero adiós último del que ya no hay vuelta. Ese seno maternal mariano es un recoveco de amor fecundo donde la Vida muerta palpita gracias a la fe y a la esperanza: a la confianza y abandono de María en una promesa misteriosa y humanamente costosa.  

          María, en «La Piedad», tiene el cadáver de su hijo pero no se vence en la desesperación pues, como en remembranza, como en «La Virgen Gitana» tiene bien grabado que «Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca.»[10]

          El director de cine italiano, Franco Zefirelli, ofreció en esa otra obra artística, la conocida serie «Jesús de Nazareth», con el descenso de Jesús y el quebranto exasperado de la madre sumida en lágrimas desgarradoras, una imagen que está a años luz de diferencia respecto a la actitud de paz y asimilación de la muerte de la María que ofrece Miguel Ángel. Ella es aquí esa:  

                   «Virgen en cuyo seno

                   halló la deidad signo reposo

                   do fue el rigor en dulce amor

                   trocado…»[11]  

                   Sí,

                   «Surco abierto son tus brazos

                   una tarde en el Calvario.

                   La semilla es Cristo muerto.

                   Tú nos das la salvación.»[12]

           Es su seno custodia y sagrario del grano divino de trigo por cuyas venas corren la vid y el agua que dan la Vida; es en ese seno donde inicio la plenitud de los tiempos, culmen de la historia de la salvación. Por eso podemos cantarle:  

                   «Virgen que el sol más pura,

                   gloria de los mortales, luz del cielo,

                   en quien la piedad es cual alteza:

                   los ojos vuelve al suelo,

                   y mira un miserable en cárcel dura,

cercado de tinieblas y tristezas.»[13]  

          El pintor español y el artista italiano han ofrecido, a través del pincel y del cincel respectivamente, el modelo de criatura más acabado salido del poder redentor de Cristo. Toda ella es un remanso de la savia frondosa de las virtudes teologales.  

          Cada cual, tal vez sin saberlo, quizá sin darse cuenta, atrapó en el óleo y en las fronteras de las formas macizas de la piedra, la fe, la esperanza y la caridad (ojos, rostro y seno) en dos instantes siempre nuevos, siempre actuales, siempre copiosos, siempre locuaces. En la mozuela se entiende a la mujer madura y en ésta se concluye la meditación que nos abre la jovencita de la pintura de Murillo; en ambas una actitud se impone: el silencio grande e insondable de una mirada amorosa, de una mirada de madre:  

                   «En el indeciso azul

                   como una lámpara arde

                   la mirada de una estrella

                   -temblor de luz y sangre-,

                   que hace el silencio más hondo

                   y la soledad más grande.

                   ¡Cómo la mirada se unge

                   y se suaviza al aire!

                   Extática se desangra

                   en místicas suavidades,

                   púdica como unos ojos

                   que no contemplan a nadie.»[14]

[1] Adoro tu silencio. Alfaro, Rafael.

[2] Madre del Redentor. Canción litúrgica popular.

[3] Distante plenitud. Vázquez, Pura.

[4] Aunque es de noche. Alfaro, Rafael.

[5] Dame fe y ciencia de la fe. Maciel, Marcial.

[7] Presencia del Señor. Llorens Bartolomé.

[8] In nativitate Christi. De Montesino Ambrosio

[9] La muerte de Jesús. Lisa Alberto.

[10] El muerto. Hierro José.

[11] A nuestra Señora. de León, Fray Luis

[12] Madre del Redentor. Canción litúrgica popular.

[13] A Nuestra Serra. de León, Fray Luis.

[14] La tarde se ha desangrado. Diego Gerardo.

fuente: La Voz Católica