Cuando arreciaba la persecución religiosa (1926-29) un sacerdote viajaba en ferrocarril de un pueblo del Bajío al DF. De pronto un militar anunció que pasaría por el vagón el Secretario de la Defensa, y el padre casi se hizo nudo para esconderse en su asiento.
Cuál sería su sorpresa, al ver que el divisionario se dirigió a él y le increpó: ¿por qué se esconde, padre, qué no somos amigos?
El religioso se turbó de momento, mas enseguida se recuperó, y contestó: ¿cómo no iba a esconderme, general, si vengo huyendo de donde el gobierno quería matarme?
Para entonces el secretario se había sentado junto a él, y le pidió le contara lo que le había pasado.
Le platico que al pueblo donde ejercía su ministerio llegó un destacamento militar, y su jefe, un capitán, interrogó a medio mundo sobre su paradero, porque sabía que allí celebraba a hurtadillas y tenía orden de fusilarlo por pisotear las leyes.
Que le avisara algún feligrés y él se dirigiera a la estación del FC para irse a la Ciudad de México, donde, por ser muy grande, sería muy difícil que lo descubrieran, fue una.
¿Y usted dónde quiere estar, padre?, preguntó el ministro.
Casi tartamudeando, el sacerdote le contestó: pues, general, donde pueda cumplir con mi deber, que para eso me hice ministro del Señor.
El general grabateó en una hoja de papel y se la entregó. Padre, le dijo, vuélvase a su pueblo a ejercer su ministerio, pero en su casa; con este recado nadie lo molestará.
Era un salvoconducto nada menos que de Gral. Joaquín Amaro, quien se distinguió por la fiereza con que persiguió a los católicos durante la Cristiada.
Hecho esto, Amaro se puso de pie, se despidió con un fuerte abrazo de su amigo, y ante todos los viajeros de aquel carro de FC expresó: “ojalá todos los curas fueran con este señor”.
Medio mundo se acercó entonces al religioso a preguntarle de dónde venía su amistad con el Secretario de la Defensa; pero él les pidió lo dispensaran de no colmar su curiosidad, para no ser indiscreto.
La historia es ésta: durante la revolufia, un día se enfrentaron en otro pueblo de la Arquidiócesis de Morelia, del que era párroco nuestro protagonista, carrancistas y huertistas, y cuando terminó la refriega y se fueron los rijosos, el padre fue al campo de batalla a auxiliar a los moribundos.
Ahí encontró, casi muerto, a un joven mayor carrancista, y pidió al sacristán que, con el debido tacto y secreto, lo llevara a su casa para atenderlo.
Cuando el mayor volvió en sí, le dijo al padre que no se comprometiera, que los huertistas podían volver pronto y, si lo encontraban ahí, lo pasarían también a él por las armas.
El sacerdote no hizo caso, prodigó sigilosamente toda clase de cuidados al militar, auxiliado por el boticario del lugar y una señora, con éxito.
Ya medio repuesto, el mayor quiso despedirse de su buen samaritano y sus ayudantes para irse y no comprometerlos más.
Pero el párroco le dijo que de allí no saldría hasta que estuviera del todo sano, y que él lo acompañaría hasta la próxima estación del FC para que siguiera su camino.
A regañadientes aceptó el mayor, y el día indicado fue acompañado por el padre a la estación, donde se despidieron, entre grandes muestras de gratitud del primero.
Esto fue lo que motivó al Gral. Amaro a comportarse como vimos con su benefactor.
El padre J. Refugio López de la Fuente se regresó de inmediato del DF a La Piedad, Michoacán, que era su destino eclesiástico, y es mi tierra querida.
Celebraba, impartía los sacramentos en su domicilio de la calle de Matamoros, donde casó a cuantos se lo solicitaban, del pueblo y circunvecinos, y hasta a militares que acudían a él.
Pasada la persecución y después de dirigir otras parroquias del arzobispado, volvió a la Piedad como capellán del Santuario de la Virgen de Guadalupe.
Allí desplegó aún su celo sacerdotal hasta que, muy anciano, murió, querido por todos, que simplemente le llamaban el P. López.