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Transfusiones de amor

Transfusiones de amor

 

Todo terminó hace una semana. Ella se fue a casa de sus padres. Él se quedó en el piso que habían comprado con tantos sacrificios. El polvo empieza a cubrir las fotografías del salón de estar: el día de bodas, el viaje a aquella isla, el niño recién nacido, la primera sonrisa de la niña.

En unos días habrá que iniciar los trámites para la separación, quizá para el divorcio. Seguramente el juez buscará si hay un culpable, habrá que discutir sobre el dinero, la casa, los hijos. El futuro se presenta oscuro, pero parecía imposible vivir bajo el mismo techo, en un hogar que tenía tintes de antesala del infierno.

¿Cómo se llegó a la ruptura? ¿Cuál fue el camino que llevó al desastre? El noviazgo había sido feliz, profundo, sincero. Los dos se amaban. Las cartas (o los e-mails) que se conservan hablan de amor, de “siempre”, de “sólo tú eres mi vida”, de “jamás te dejaré”, de “seremos felices, sin fin, sin miedos”. Los amigos envidiaban al novio: parecía loco de alegría. Las amigas no dejaban de comentar lo absorta que vivía ella, lo contenta que estaba cuando contaba los días, las horas, que la preparaban para el gran día.

De nuevo, la pregunta: ¿por qué el fracaso? ¿Dónde empezó a entrar el agua en la barca? ¿En qué momento los corazones empezaron a latir con ritmos distintos? Es difícil decir cuándo, exactamente, iniciaron los problemas. Quizá fue un día que él llegó tarde a casa, sin haber llamado por teléfono para avisar que había tráfico o que le habían pedido un favor en la empresa. Quizá otra vez fue ella la que no estuvo a la hora de comida, y él no supo si seguía en el trabajo o si le había pasado algo. Quizá cuando nació el niño no hubo acuerdo sobre el nombre, y discutieron horas y horas, para tomar, al fin, el nombre del abuelo de ella, y él no quedó contento. Quizá después de los primeros meses de arrobamiento, dejaron de darse un beso antes de salir de casa, porque había prisas, porque la monotonía llenó de polvo un cariño sincero. O, tal vez peor, porque empezaron a descubrir que ni él ni ella eran tan buenos, que había un poco (o un mucho) de egoísmo y de caprichos en quien parecía un enamorado sincero, que faltaba voluntad para llevar adelante el mantenimiento de una casa (ahora sí, nuestra) sin los padres de él o de ella.

La tensión fue creciendo. Silencios, preguntas sin respuestas, reproches, acusaciones, tal vez gritos. El niño lloraba cuando papá alzaba la voz, la niña se abrazaba a papá cuando mamá empezaba la lista de acusaciones. Aquella vez en que ella pidió: “calla, no digas esto delante de los niños”, pero ellos ya veían la tensión que entristecía a sus padres.

Todo terminó hace una semana. La casa está vacía. Los niños se fueron con mamá a vivir con los abuelos. Papá, el novio feliz, el esposo entusiasmado, entra y siente una extraña soledad, un silencio pesado, triste, oprimente.

¿Hay soluciones? ¿Puede salvarse un matrimonio que ha llegado a la ruptura? ¿Es posible vencer el orgullo o el miedo, coger el teléfono y llamar al otro, a la otra, ver si podemos hablar, ir juntos, otra vez, a aquel cine donde nos juramos amor, a aquel bosque donde nos dimos el primer beso?

Llamar, tender la mano, cuesta. No es fácil esperar un gesto de perdón. No nos sale así, sin más, una palabra de humildad, una petición de disculpa, un gesto de cariño maduro, sufrido, más realista. Cuesta, pero hay momentos en los que la mano va al teléfono y luego... Luego, falta valor o sobran miedos. El día acaba delante de la televisión, en la cama vacía, luchando por curar una herida que sólo sanará con quien falta, con él, con ella, con los hijos...

Hoy, quizá, uno pueda vencer su miedo. Llamará. Quizá escuche palabras frías, tensas, sin cariño. De su corazón saldrá, humilde, sincera, una petición de perdón, una invitación. Tal vez se citen frente a esa iglesia que un día los vio vestidos de fiesta, felices, ilusionados ante una aventura que empezaba. Quizá entren, en silencio, y se sienten en unas bancas mudas, frente a un crucifijo que los mira con amor sincero. Quizá así podrán mirarse a los ojos, otra vez. Se preguntarán si es posible volver a empezar, iniciar nuevamente una vida de amor, de familia. Quizá descubrirán que el problema no era tan grave, que la herida se podía curar, que hay ahora más madurez, más realismo, para decir, de nuevo, que te quiero, ahora sí, como eres, con tus defectos y tus cualidades, con tu genio y con tu dulzura, con tus palabras y tus silencios.

Hace falta una transfusión de amor. La vida no podrá ser igual que en los primeros meses de casados. Pero el amor será más profundo, más sencillo, más perfecto. Habrá que luchar para quitar ese egoísmo, habrá que superar esa pereza matutina, habrá que dialogar para decidir juntos lo que pueda ser mejor para los hijos y para nosotros, para el bien de nuestro amor.

Todo terminó hace una semana. ¿Puede reiniciar todo, pueden los dos abrir el corazón a la esperanza, dejar el miedo, pedir perdón y perdonar sin rencores, sin reservas? Todo puede iniciar esta semana. El futuro no está escrito. Queda mi libertad y la tuya. Queda ese deseo, sincero, de no ser más de mí mismo, de ser, hoy, al menos hoy, un poco tuyo...