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Sólo Cristo puede llenar de dicha el corazón del hombre

Más de dos millones de jóvenes estaban reunidos ese domingo 20 de agosto de 2000 en una explanada de Tor Vergata (Roma). El amanecer había sido agradablemente fresco. Muchos jóvenes no se lo esperaban, después de las jornadas anteriores, caracterizadas por el fuerte calor. El sol, sin embargo, salió con nuevos bríos, y pronto hizo sentir toda la fuerza que suele exhibir en el mes de agosto.

Estaba por iniciar la misa que clausuraba la Jornada Mundial de la Juventud del gran Jubileo del año 2000. Juan Pablo II llegó en helicóptero, y todo fueron aplausos, gritos, emociones y lágrimas. Alguno podría pensar que se encontraba en un lugar surrealista. ¡Dos millones de jóvenes para escuchar a un anciano Papa de 80 años!

Recordar aquellos momentos no es fácil. Cada uno de esos jóvenes tendrá su historia, su experiencia, una alegría profunda que no había experimentado tal vez en ningún festival masivo o en ningún momento de vida profesional o estudiantil. Cada uno albergaba en su corazón sueños, ilusiones, esperanzas, proyectos para el futuro.

Algunos sentían en su interior una voz insistente y respetuosa que les invitaba a la vida de consagración a Dios, como religiosas y religiosos o como sacerdotes. ¡Serían nuevos heraldos del Evangelio! ¡Llevarían esperanza y alegría a miles de personas que necesitaban una voz que gritase al mundo el Amor de Dios y el gozo de ser cristianos!

La gran mayoría soñaba con el matrimonio, con esa unión profunda, íntima, abierta a nuevas vidas, hasta la muerte, hasta la entrega absoluta. Muchos de esos jóvenes eran novios, estaban allí cerca, mirándose y mirando hacia atrás y hacia delante, para ver en qué zona de la explanada podría encontrarse el jeep que llevaba a Juan Pablo II hacia el estrado en el que presidiría la Santa Misa.

Recordamos aquella ceremonia intensa, viva, cordial, profunda. La voz del Papa fue clara y segura durante los momentos íntimos de la homilía. No tuvo miedo en presentar el Evangelio con toda su riqueza y con sus exigencias más radicales. Con la confianza que tanto agradecen los jóvenes, les presentó retos no fáciles, les pidió una opción sincera y amorosa por Cristo, el único que tiene palabras de vida eterna.

«Muchas palabras resuenan en vosotros -decía Juan Pablo II-, pero sólo Cristo tiene palabras que resisten el paso del tiempo y permanecen para la eternidad. El momento que estáis viviendo os impone algunas opciones decisivas: la especialización en el estudio, la orientación en el trabajo, el compromiso que debéis asumir en la sociedad y en la Iglesia. Es importante darse cuenta de que, entre todas las preguntas que surgen en vuestro interior, las decisivas no se refieren al “qué”. La pregunta de fondo es “quién”: hacia “quién” ir, a “quién” seguir, a “quién” confiar la propia vida».

¿Hacia quién ir? La pregunta había llenado la explanada. Los jóvenes seguían, con especial emoción, las palabras del Papa. Un Papa que tanto había trabajado, en sus años de sacerdote y obispo, con novios y con esposos que pasaban por las no siempre fáciles etapas de la vida matrimonial. Por eso quiso ofrecer una reflexión que nos puede ayudar a comprender la riqueza y los límites propios de toda relación humana, también de la relación matrimonial:

«Pensáis en vuestra elección afectiva e imagino que estaréis de acuerdo: lo que verdaderamente cuenta en la vida es la persona con la que uno decide compartirla. Pero, ¡atención! Toda persona es inevitablemente limitada, incluso en el matrimonio más encajado se ha de tener en cuenta una cierta medida de desilusión».

¡Hasta el matrimonio mejor logrado encierra una medida de desilusión! Los jóvenes escuchaban, quizá por primera vez, una verdad que muchos no llegan a conocer sino tras la experiencia amarga del fracaso, o tras una enfermedad, o cuando llega una viudez no esperada. Ninguna creatura, ni aquel ser al que más amemos, puede llenar el corazón del hombre. Decir esta verdad, y decirla a los jóvenes que viven de ilusiones, sólo es posible si uno la vive profundamente, si cree, de verdad, en que sólo el Señor puede llevar a plenitud la existencia humana.

Por eso Juan Pablo II pudo rematar esta idea con la mirada puesta en Jesús: «Pues bien, queridos amigos: ¿no hay en esto algo que confirma lo que hemos escuchado al apóstol Pedro? Todo ser humano, antes o después, se encuentra exclamando con él: “¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Sólo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano».

Sólo Jesús. Han pasado algunos años. La explanada de Tor Vergata conserva recuerdos de aquella jornada mundial de la juventud. Los jóvenes que oyeron la voz de Juan Pablo II han caminado por el tiempo, como todos, buscando fuentes de agua viva. Quienes, entre ellos, tienen la dicha de estar cerca de Cristo, pueden recordar lo que pensaron aquella mañana de agosto del año 2000: sí, sólo Tú, Señor, puedes satisfacer mis aspiraciones más profundas, puedes ofrecerme palabras de vida y de esperanza, puedes enseñarme que en la vida hay más felicidad en dar que en recibir, puedes decirme que en el amor a Ti encontraré paz, alegría y fuerzas para darme a los demás como Tú te diste con un amor sin límites...