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Solidarios en la misericordia

Solidarios en la misericordia

Uno de los daños más graves del pecado consiste en su fuerza aislante: nos encierra en nosotros mismos, rompe nuestra unión con la Iglesia y con los demás, nos hace más egoístas, nos aparta del amor.

Es cierto que a veces hacemos pecados “en compañía”, incluso en un ambiente de fiesta, de diversión. Pero luego, el mal cometido, el egoísmo presente en cada falta, nos hace extraños o enemigos de los de casa, incluso de quienes fueron compañeros del delito.

Algo así ocurrió en el paraíso. Adán y Eva buscan un chispazo de gloria, quieren ser como dioses. ¿Cómo? A través de la desobediencia a Dios. El resultado es triste: temen a Dios, huyen de su presencia, rompen la paz que los unía, se acusan mutuamente.

El pecado es generador de ruptura, de injusticia, de encerramiento, de tristeza. La sociedad se siente herida. La comunidad de creyentes, nuestra Iglesia, ve con dolor cómo alguien deshace los lazos del amor, cómo sigue caminos de ruptura.

Pero quedarnos en estas reflexiones es incompleto. Si el pecado implica una explosión de soledad, la acción de la misericordia produce un renacimiento del amor, de la solidaridad, del reencuentro.

San Pablo lo explica claramente. Todos estábamos encerrados en el mundo del pecado por nuestra falta de amor. Ahora todos estamos llamados a una nueva unidad a través de los lazos de la misericordia. “Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11,32).

El mundo de la misericordia nos invita a un reencuentro profundo con el Dios del perdón. Sólo Dios puede quitar la marca de rebeldía que todo pecado deja en el corazón. Sólo Dios puede eliminar odios, remover egoísmos, tumbar murallas, suscitar esperanzas, invitar al formar parte del reino del perdón y de la paz.

Porque hemos sido perdonados, porque hemos recibido mucho amor, estamos llamados a perdonar, a ayudar a otros. Así viviremos según el Evangelio, según la invitación de Jesús que nos pide tener misericordia porque hemos recibido mucho amor. “Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante, será derramada en vuestro regazo. Porque con la medida con que midáis se os medirá” (Lc 6,36_38).

Otro texto de san Pablo repite esta idea: “Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3,12_15). También san Pedro, en su primera carta, vuelve sobre el tema: “En conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición” (1P 3,8_9).

Desde la misericordia, entramos en una nueva vida: la vida de quienes, a pesar del pecado, descubren que el Amor es la última palabra. La división es derrotada cuando recibimos el don de la misericordia. Después de una buena confesión sacramental, el abrazo de Cristo se une al abrazo de tantos hermanos nuestros. Muchos de ellos han pecado como nosotros. Otros tienen el don de la pureza, de la inocencia, y saben por eso vivir con ojos limpios, llenos de amor.

El perdón es ofrecido a todos. Quizá todavía me siento alejado o triste, quizá me falta algo para dar el paso. Muchos me miran con cariño, me invitan a dar el paso, desean que pueda entrar en ese mundo nuevo, donde todos podemos ser solidarios en la misericordia: “No te condeno, vete en paz...”