Hay lugares donde se percibe de un modo más intenso la presencia de Dios. Un santuario, una meta de peregrinaciones, toca los corazones de los hombres y mujeres que acuden a rezar, a contemplar, a pedir perdón o a dar gracias.
Otros perciben la cercanía de Dios en algunos fenómenos naturales, como se relata en el Antiguo Testamento: en el viento, la lluvia, el terremoto, el fuego, la fuerza de algunos animales.
Otros tocan a Dios a través de la bondad que reina en tantas personas que encontramos en el camino de la vida. La sonrisa limpia de un niño, la ternura de unos esposos que se aman según Dios, esa paz de una anciana que acaricia con sus manos arrugadas el cabello de la nietecita que llena de colores un pedazo de papel.
De modo especial, Dios nos permite sintonizar con su Amor en Cristo. La realidad de la Encarnación no termina el día en que Cristo asciende a los cielos y regresa al Padre. Nos ha mandado el Espíritu Santo, nos ha dejado a Pedro, a los obispos y a los sacerdotes que colaboran con sus pastores. Ha suscitado mil caminos espirituales (de sacerdotes, religiosos, laicos) que embellecen la vida de la Iglesia, que llegan a los hospitales y a las escuelas, a los barrios pobres y a las zonas de turismo, a las tierras de misiones y a las ciudades que envejecen poco a poco mientras se cierran las iglesias por falta de creyentes.
Cristo sigue entre nosotros. Lo podemos escuchar a través de los Evangelios, escritos bajo la acción del Espíritu Santo, llenos de una sabiduría profunda y cordial que no deja indiferente a quien se ha propuesto hacerlos vida. Lo podemos sentir en las palabras que se repiten en cada confesión, cuando el sacerdote se convierte en un eco al repetir lo que Jesús dijo a tantos pecadores: yo te perdono, vete en paz. Lo podemos ver morir y resucitar, de un modo misterioso pero real, en la Eucaristía, cuando las manos frágiles de un hombre especial repiten la fórmula de la consagración.
Es posible sintonizar con Cristo, dejarle un lugar en nuestra vida, hacer que reine en el corazón y en los mil sudores de la jornada. Permitirle que explique ese dolor profundo del espíritu, el sentido de la pérdida del trabajo, el porqué de ese accidente que ha alterado nuestros planes. Dejarle que camine a nuestro lado para que nos revele nuestra propia identidad, lo que somos, lo mucho que nos quiere, lo que importamos al Padre, aunque nadie se entere, aunque no haya periodistas ni declaraciones públicas que den la noticia de una conversión que se ha producido en este día.
La tierra ha cambiado radicalmente desde que el Verbo se hizo carne a través del sí de una Virgen niña. No todos lo saben, no todos lo comprenden, no todos viven según la gran noticia. Los niños, los pequeños, los humildes, entran en el Reino. Sintonizan con el Padre que hoy repite, como un día en el Tabor: “Este es mi Hijo amado. Escuchadle”.