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¿Simples hombres o auténticos señores?

Frecuentemente mantengo charlas con personas quienes me plantean problemas de diversas envergaduras. Claro está que, como sacerdote, los temas que puedo escuchar para dar un consejo -que no orden, por supuesto- son muy variados. Dichos asuntos pueden recorrer sendas como las dudas sobre verdades de fe, la moralidad de algunas acciones, la honestidad en asuntos profesionales, así como problemas familiares, de amistad, de noviazgo, y muchos más.

Cuando se trata de personas que dudan si la pareja con quien piensan casarse será la indicada, las conversaciones suelen ponerse muy interesantes. Imagínense nada más si yo pudiera determinar con quiénes se tienen que casar cuando lo único que conozco de los interdichos es lo que oigo sobre ellos. ¡Cuando ni siquiera los propios novios son capaces de tomar la decisión después de años de conocerse! Pues menos yo quien soy un desconocido.

Sin embargo, algo podría opinar, pero prefiero acudir a los cuestionamientos con el fin de arrinconar a mis dudosos interlocutores a fin de que puedan descubrir ellos mismos aquellos asuntos que les permitan “ver” lo que quizás hasta entonces no han conseguido.

Uno de los temas principales es el de contar con los suficientes elementos para dilucidar sobre la madurez de los futuros esposos. En este punto suelo lanzarme a matar con preguntas que pinten escenarios lo más realistas posibles, donde quepan, también, situaciones extremas.

En latín queda muy clara la relación entre los términos “señor” y “potestad” pues el primero es “dómine” y el segundo es “dominio”. Esto nos permite concluir que sólo quien tiene dominio sobre sí mismo merece ser considerado como un auténtico señor. Así pues, una persona que vive avasallado por sus vicios está muy lejos de ser un señor. De forma contraria, aquellos que se distinguen por ser firmes en sus convicciones, al tiempo de comprensivos ante los defectos ajenos; que saben manejarse dentro de sus hogares y en sus trabajos con afabilidad y fortaleza; que saben oponerse a la tentación de deslizarse por la cómoda pendiente de la injusticia y la vulgaridad venciendo los respetos humanos, están demostrando un auténtico señorío.

Nadie que no sea un dueño de sí mismo debería comprometerse a formar una familia. Pero el amor es ciego e impide ver lo evidente. Más aun cuando vivimos inmersos en un ambiente superficial y de infrenable prisa. Una característica de la inmadurez es la incapacidad para esperar. Pero la incapacidad de decidir y actuar cuando ha llegado el momento oportuno puede ser, también, manifestación de cobardía.

¡Qué satisfecho me quedo cuando al final de esas charlas puedo escuchar: Ya me puso usted a pensar!