MENSAJE DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA XLIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2010
SI QUIERES PROMOVER LA PAZ, PROTEGE LA CREACIÓN
1. Con ocasión del comienzo del Año Nuevo, quisiera dirigir
mis más fervientes deseos de paz a todas las comunidades cristianas, a los
responsables de las Naciones, a los hombres y mujeres de buena voluntad de todo
el mundo. El tema que he elegido para esta XLIII Jornada Mundial de la Paz es:
Si quieres promover la paz, protege la creación. El respeto a lo que ha sido
creado tiene gran importancia, puesto que «la creación es el comienzo y el
fundamento de todas las obras de Dios»[1], y su salvaguardia se ha hecho hoy
esencial para la convivencia pacífica de la humanidad. En efecto, aunque es
cierto que, a causa de la crueldad del hombre con el hombre, hay muchas
amenazas a la paz y al auténtico desarrollo humano integral —guerras,
conflictos internacionales y regionales, atentados terroristas y violaciones de
los derechos humanos—, no son menos preocupantes los peligros causados por el
descuido, e incluso por el abuso que se hace de la tierra y de los bienes
naturales que Dios nos ha dado. Por este motivo, es indispensable que la
humanidad renueve y refuerce «esa alianza entre ser humano y medio ambiente que
ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual
caminamos»[2].
2. En la Encíclica Caritas in veritate he subrayado que el
desarrollo humano integral está estrechamente relacionado con los deberes que
se derivan de la relación del hombre con el entorno natural, considerado como
un don de Dios para todos, cuyo uso comporta una responsabilidad común respecto
a toda la humanidad, especialmente a los pobres y a las generaciones futuras.
He señalado, además, que cuando se considera a la naturaleza, y al ser humano
en primer lugar, simplemente como fruto del azar o del determinismo evolutivo,
se corre el riesgo de que disminuya en las personas la conciencia de la
responsabilidad[3]. En cambio, valorar la creación como un don de Dios a la
humanidad nos ayuda a comprender la vocación y el valor del hombre. En efecto,
podemos proclamar llenos de asombro con el Salmista: «Cuando contemplo el
cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el
hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?» (Sal
8,4-5). Contemplar la belleza de la creación es un estímulo para reconocer el
amor del Creador, ese amor que «mueve el sol y las demás estrellas»[4].
3. Hace veinte años, al dedicar el Mensaje de la Jornada
Mundial de la Paz al tema Paz con Dios creador, paz con toda la creación, el
Papa Juan Pablo II llamó la atención sobre la relación que nosotros, como
criaturas de Dios, tenemos con el universo que nos circunda. «En nuestros días
aumenta cada vez más la convicción —escribía— de que la paz mundial está
amenazada, también [...] por la falta del debido respeto a la naturaleza»,
añadiendo que la conciencia ecológica «no debe ser obstaculizada, sino más bien
favorecida, de manera que se desarrolle y madure encontrando una adecuada
expresión en programas e iniciativas concretas»[5]. También otros Predecesores
míos habían hecho referencia anteriormente a la relación entre el hombre y el
medio ambiente. Pablo VI, por ejemplo, con ocasión del octogésimo aniversario
de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, en 1971, señaló que «debido a una
explotación inconsiderada de la naturaleza, [el hombre] corre el riesgo de
destruirla y de ser a su vez víctima de esta degradación». Y añadió también
que, en este caso, «no sólo el ambiente físico constituye una amenaza
permanente: contaminaciones y desechos, nuevas enfermedades, poder destructor
absoluto; es el propio consorcio humano el que el hombre no domina ya, creando
de esta manera para el mañana un ambiente que podría resultarle intolerable.
Problema social de envergadura que incumbe a la familia humana toda entera»[6].
4. Sin entrar en la cuestión de soluciones técnicas
específicas, la Iglesia, «experta en humanidad», se preocupa de llamar la
atención con energía sobre la relación entre el Creador, el ser humano y la
creación. En 1990, Juan Pablo II habló de «crisis ecológica» y, destacando que
ésta tiene un carácter predominantemente ético, hizo notar «la urgente
necesidad moral de una nueva solidaridad»[7]. Este llamamiento se hace hoy
todavía más apremiante ante las crecientes manifestaciones de una crisis, que
sería irresponsable no tomar en seria consideración. ¿Cómo permanecer
indiferentes ante los problemas que se derivan de fenómenos como el cambio
climático, la desertificación, el deterioro y la pérdida de productividad de
amplias zonas agrícolas, la contaminación de los ríos y de las capas acuíferas,
la pérdida de la biodiversidad, el aumento de sucesos naturales extremos, la
deforestación de las áreas ecuatoriales y tropicales? ¿Cómo descuidar el
creciente fenómeno de los llamados «prófugos ambientales», personas que deben
abandonar el ambiente en que viven —y con frecuencia también sus bienes— a causa
de su deterioro, para afrontar los peligros y las incógnitas de un
desplazamiento forzado? ¿Cómo no reaccionar ante los conflictos actuales, y
ante otros potenciales, relacionados con el acceso a los recursos naturales?
Todas éstas son cuestiones que tienen una repercusión profunda en el ejercicio
de los derechos humanos como, por ejemplo, el derecho a la vida, a la
alimentación, a la salud y al desarrollo.
5. No obstante, se ha de tener en cuenta que no se puede
valorar la crisis ecológica separándola de las cuestiones ligadas a ella, ya
que está estrechamente vinculada al concepto mismo de desarrollo y a la visión
del hombre y su relación con sus semejantes y la creación. Por tanto, resulta
sensato hacer una revisión profunda y con visión de futuro del modelo de
desarrollo, reflexionando además sobre el sentido de la economía y su
finalidad, para corregir sus disfunciones y distorsiones. Lo exige el estado de
salud ecológica del planeta; lo requiere también, y sobre todo, la crisis
cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son patentes desde hace tiempo en
todas las partes del mundo.[8] La humanidad necesita una profunda renovación
cultural; necesita redescubrir esos valores que constituyen el fundamento
sólido sobre el cual construir un futuro mejor para todos. Las situaciones de
crisis por las que está actualmente atravesando —ya sean de carácter económico,
alimentario, ambiental o social— son también, en el fondo, crisis morales
relacionadas entre sí. Éstas obligan a replantear el camino común de los hombres.
Obligan, en particular, a un modo de vivir caracterizado por la sobriedad y la
solidaridad, con nuevas reglas y formas de compromiso, apoyándose con confianza
y valentía en las experiencias positivas que ya se han realizado y rechazando
con decisión las negativas. Sólo de este modo la crisis actual se convierte en
ocasión de discernimiento y de nuevas proyecciones.
6. ¿Acaso no es cierto que en el origen de lo que, en
sentido cósmico, llamamos «naturaleza», hay «un designio de amor y de verdad»?
El mundo «no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del
azar [...]. Procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer
participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad»[9]. El
Libro del Génesis nos remite en sus primeras páginas al proyecto sapiente del
cosmos, fruto del pensamiento de Dios, en cuya cima se sitúan el hombre y la
mujer, creados a imagen y semejanza del Creador para «llenar la tierra» y
«dominarla» como «administradores» de Dios mismo (cf. Gn 1,28). La armonía
entre el Creador, la humanidad y la creación que describe la Sagrada Escritura,
se ha roto por el pecado de Adán y Eva, del hombre y la mujer, que pretendieron
ponerse en el lugar de Dios, negándose a reconocerse criaturas suyas. La consecuencia
es que se ha distorsionado también el encargo de «dominar» la tierra, de
«cultivarla y guardarla», y así surgió un conflicto entre ellos y el resto de
la creación (cf. Gn 3,17-19). El ser humano se ha dejado dominar por el
egoísmo, perdiendo el sentido del mandato de Dios, y en su relación con la
creación se ha comportado como explotador, queriendo ejercer sobre ella un
dominio absoluto. Pero el verdadero sentido del mandato original de Dios,
perfectamente claro en el Libro del Génesis, no consistía en una simple
concesión de autoridad, sino más bien en una llamada a la responsabilidad. Por
lo demás, la sabiduría de los antiguos reconocía que la naturaleza no está a
nuestra disposición como si fuera un «montón de desechos esparcidos al
azar»[10], mientras que la Revelación bíblica nos ha hecho comprender que la
naturaleza es un don del Creador, el cual ha inscrito en ella su orden
intrínseco para que el hombre pueda descubrir en él las orientaciones
necesarias para «cultivarla y guardarla» (cf. Gn 2,15)[11]. Todo lo que existe
pertenece a Dios, que lo ha confiado a los hombres, pero no para que dispongan
arbitrariamente de ello. Por el contrario, cuando el hombre, en vez de
desempeñar su papel de colaborador de Dios, lo suplanta, termina provocando la rebelión
de la naturaleza, «más bien tiranizada que gobernada por él»[12]. Así, pues, el
hombre tiene el deber de ejercer un gobierno responsable sobre la creación,
protegiéndola y cultivándola[13].
7. Se ha de constatar por desgracia que numerosas personas,
en muchos países y regiones del planeta, sufren crecientes dificultades a causa
de la negligencia o el rechazo por parte de tantos a ejercer un gobierno
responsable respecto al medio ambiente. El Concilio Ecuménico Vaticano II ha
recordado que «Dios ha destinado la tierra y todo cuanto ella contiene para uso
de todos los hombres y pueblos»[14]. Por tanto, la herencia de la creación
pertenece a la humanidad entera. En cambio, el ritmo actual de explotación pone
en serio peligro la disponibilidad de algunos recursos naturales, no sólo para
la presente generación, sino sobre todo para las futuras[15]. Así, pues, se
puede comprobar fácilmente que el deterioro ambiental es frecuentemente el
resultado de la falta de proyectos políticos de altas miras o de la búsqueda de
intereses económicos miopes, que se transforman lamentablemente en una seria
amenaza para la creación. Para contrarrestar este fenómeno, teniendo en cuenta
que «toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral»[16], es
también necesario que la actividad económica respete más el medio ambiente.
Cuando se utilizan los recursos naturales, hay que preocuparse de su
salvaguardia, previendo también sus costes —en términos ambientales y
sociales—, que han de ser considerados como un capítulo esencial del costo de
la misma actividad económica. Compete a la comunidad internacional y a los
gobiernos nacionales dar las indicaciones oportunas para contrarrestar de
manera eficaz una utilización del medio ambiente que lo perjudique. Para
proteger el ambiente, para tutelar los recursos y el clima, es preciso, por un
lado, actuar respetando unas normas bien definidas incluso desde el punto de
vista jurídico y económico y, por otro, tener en cuenta la solidaridad debida a
quienes habitan las regiones más pobres de la tierra y a las futuras
generaciones.
8. En efecto, parece urgente lograr una leal solidaridad
intergeneracional. Los costes que se derivan de la utilización de los recursos
ambientales comunes no pueden dejarse a cargo de las generaciones futuras:
«Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del trabajo de nuestros
contemporáneos, estamos obligados para con todos y no podemos desinteresarnos
de los que vendrán a aumentar todavía más el círculo de la familia humana. La
solidaridad universal, que es un hecho y beneficio para todos, es también un
deber. Se trata de una responsabilidad que las generaciones presentes tienen
respecto a las futuras, una responsabilidad que incumbe también a cada Estado y
a la Comunidad internacional»[17]. El uso de los recursos naturales debería
hacerse de modo que las ventajas inmediatas no tengan consecuencias negativas
para los seres vivientes, humanos o no, del presente y del futuro; que la
tutela de la propiedad privada no entorpezca el destino universal de los
bienes[18]; que la intervención del hombre no comprometa la fecundidad de la
tierra, para ahora y para el mañana. Además de la leal solidaridad
intergeneracional, se ha de reiterar la urgente necesidad moral de una renovada
solidaridad intrageneracional, especialmente en las relaciones entre países en
vías de desarrollo y aquellos altamente industrializados: «la comunidad
internacional tiene el deber imprescindible de encontrar los modos
institucionales para ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables,
con la participación también de los países pobres, y planificar así
conjuntamente el futuro»[19]. La crisis ecológica muestra la urgencia de una
solidaridad que se proyecte en el espacio y el tiempo. En efecto, entre las
causas de la crisis ecológica actual, es importante reconocer la
responsabilidad histórica de los países industrializados. No obstante, tampoco
los países menos industrializados, particularmente aquellos emergentes, están
eximidos de la propia responsabilidad respecto a la creación, porque el deber
de adoptar gradualmente medidas y políticas ambientales eficaces incumbe a
todos. Esto podría lograrse más fácilmente si no hubiera tantos cálculos
interesados en la asistencia y la transferencia de conocimientos y tecnologías
más limpias.
9. Es indudable que uno de los principales problemas que ha
de afrontar la comunidad internacional es el de los recursos energéticos,
buscando estrategias compartidas y sostenibles para satisfacer las necesidades
de energía de esta generación y de las futuras. Para ello, es necesario que las
sociedades tecnológicamente avanzadas estén dispuestas a favorecer
comportamientos caracterizados por la sobriedad, disminuyendo el propio consumo
de energía y mejorando las condiciones de su uso. Al mismo tiempo, se ha de
promover la búsqueda y las aplicaciones de energías con menor impacto
ambiental, así como la «redistribución planetaria de los recursos energéticos,
de manera que también los países que no los tienen puedan acceder a ellos»[20].
La crisis ecológica, pues, brinda una oportunidad histórica para elaborar una
respuesta colectiva orientada a cambiar el modelo de desarrollo global
siguiendo una dirección más respetuosa con la creación y de un desarrollo
humano integral, inspirado en los valores propios de la caridad en la verdad.
Por tanto, desearía que se adoptara un modelo de desarrollo basado en el papel
central del ser humano, en la promoción y participación en el bien común, en la
responsabilidad, en la toma de conciencia de la necesidad de cambiar el estilo
de vida y en la prudencia, virtud que indica lo que se ha de hacer hoy, en
previsión de lo que puede ocurrir mañana[21].
10. Para llevar a la humanidad hacia una gestión del medio
ambiente y los recursos del planeta que sea sostenible en su conjunto, el
hombre está llamado a emplear su inteligencia en el campo de la investigación
científica y tecnológica y en la aplicación de los descubrimientos que se
derivan de ella. La «nueva solidaridad» propuesta por Juan Pablo II en el
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990 [22], y la «solidaridad global»,
que he mencionado en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2009 [23],
son actitudes esenciales para orientar el compromiso de tutelar la creación,
mediante un sistema de gestión de los recursos de la tierra mejor coordinado en
el ámbito internacional, sobre todo en un momento en el que va apareciendo cada
vez de manera más clara la estrecha interrelación que hay entre la lucha contra
el deterioro ambiental y la promoción del desarrollo humano integral. Se trata
de una dinámica imprescindible, en cuanto «el desarrollo integral del hombre no
puede darse sin el desarrollo solidario de la humanidad»[24]. Hoy son muchas
las oportunidades científicas y las potenciales vías innovadoras, gracias a las
cuales se pueden obtener soluciones satisfactorias y armoniosas para la
relación entre el hombre y el medio ambiente. Por ejemplo, es preciso favorecer
la investigación orientada a determinar el modo más eficaz para aprovechar la
gran potencialidad de la energía solar. También merece atención la cuestión,
que se ha hecho planetaria, del agua y el sistema hidrogeológico global, cuyo
ciclo tiene una importancia de primer orden para la vida en la tierra, y cuya
estabilidad puede verse amenazada gravemente por los cambios climáticos. Se han
de explorar, además, estrategias apropiadas de desarrollo rural centradas en
los pequeños agricultores y sus familias, así como es preciso preparar
políticas idóneas para la gestión de los bosques, para el tratamiento de los
desperdicios y para la valorización de las sinergias que se dan entre los
intentos de contrarrestar los cambios climáticos y la lucha contra la pobreza.
Hacen falta políticas nacionales ambiciosas, completadas por un necesario
compromiso internacional que aporte beneficios importantes, sobre todo a medio
y largo plazo. En definitiva, es necesario superar la lógica del mero consumo
para promover formas de producción agrícola e industrial que respeten el orden
de la creación y satisfagan las necesidades primarias de todos. La cuestión
ecológica no se ha de afrontar sólo por las perspectivas escalofriantes que se
perfilan en el horizonte a causa del deterioro ambiental; el motivo ha de ser
sobre todo la búsqueda de una auténtica solidaridad de alcance mundial, inspirada
en los valores de la caridad, la justicia y el bien común. Por otro lado, como
ya he tenido ocasión de recordar, «la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta
quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la
tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos
condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el
mandato de cultivar y guardar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al
hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente
que debe reflejar el amor creador de Dios»[25].
11. Cada vez se ve con mayor claridad que el tema del
deterioro ambiental cuestiona los comportamientos de cada uno de nosotros, los
estilos de vida y los modelos de consumo y producción actualmente dominantes,
con frecuencia insostenibles desde el punto de vista social, ambiental e
incluso económico. Ha llegado el momento en que resulta indispensable un cambio
de mentalidad efectivo, que lleve a todos a adoptar nuevos estilos de vida, «a
tenor de los cuales, la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así
como la comunión con los demás hombres para un desarrollo común, sean los
elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las
inversiones»[26]. Se ha de educar cada vez más para construir la paz a partir
de opciones de gran calado en el ámbito personal, familiar, comunitario y
político. Todos somos responsables de la protección y el cuidado de la
creación. Esta responsabilidad no tiene fronteras. Según el principio de
subsidiaridad, es importante que todos se comprometan en el ámbito que les
corresponda, trabajando para superar el predominio de los intereses
particulares. Un papel de sensibilización y formación corresponde
particularmente a los diversos sujetos de la sociedad civil y las
Organizaciones no gubernativas, que se mueven con generosidad y determinación
en favor de una responsabilidad ecológica, que debería estar cada vez más
enraizada en el respeto de la «ecología humana». Además, se ha de requerir la
responsabilidad de los medios de comunicación social en este campo, con el fin
de proponer modelos positivos en los que inspirarse. Por tanto, ocuparse del
medio ambiente exige una visión amplia y global del mundo; un esfuerzo común y
responsable para pasar de una lógica centrada en el interés nacionalista
egoísta a una perspectiva que abarque siempre las necesidades de todos los
pueblos. No se puede permanecer indiferentes ante lo que ocurre en nuestro
entorno, porque la degradación de cualquier parte del planeta afectaría a
todos. Las relaciones entre las personas, los grupos sociales y los Estados, al
igual que los lazos entre el hombre y el medio ambiente, están llamadas a
asumir el estilo del respeto y de la «caridad en la verdad». En este contexto tan
amplio, es deseable más que nunca que los esfuerzos de la comunidad
internacional por lograr un desarme progresivo y un mundo sin armas nucleares,
que sólo con su mera existencia amenazan la vida del planeta, así como por un
proceso de desarrollo integral de la humanidad de hoy y del mañana, sean de
verdad eficaces y correspondidos adecuadamente.
12. La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la
creación y se siente en el deber de ejercerla también en el ámbito público,
para defender la tierra, el agua y el aire, dones de Dios Creador para todos, y
sobre todo para proteger al hombre frente al peligro de la destrucción de sí
mismo. En efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente
relacionada con la cultura que modela la convivencia humana, por lo que «cuando
se respeta la “ecología humana” en la sociedad, también la ecología ambiental
se beneficia»[27]. No se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio
ambiente, si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos:
el libro de la naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como
a la ética personal, familiar y social[28]. Los deberes respecto al ambiente se
derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su
relación con los demás. Por eso, aliento de buen grado la educación de una
responsabilidad ecológica que, como he dicho en la Encíclica Caritas in
veritate, salvaguarde una auténtica «ecología humana» y, por tanto, afirme con
renovada convicción la inviolabilidad de la vida humana en cada una de sus
fases, y en cualquier condición en que se encuentre, la dignidad de la persona
y la insustituible misión de la familia, en la cual se educa en el amor al
prójimo y el respeto por la naturaleza.[29] Es preciso salvaguardar el patrimonio
humano de la sociedad. Este patrimonio de valores tiene su origen y está
inscrito en la ley moral natural, que fundamenta el respeto de la persona
humana y de la creación.
13. Tampoco se ha de olvidar el hecho, sumamente elocuente,
de que muchos encuentran tranquilidad y paz, se sienten renovados y
fortalecidos, al estar en contacto con la belleza y la armonía de la
naturaleza. Así, pues, hay una cierta forma de reciprocidad: al cuidar la
creación, vemos que Dios, a través de ella, cuida de nosotros. Por otro lado,
una correcta concepción de la relación del hombre con el medio ambiente no
lleva a absolutizar la naturaleza ni a considerarla más importante que la
persona misma. El Magisterio de la Iglesia manifiesta reservas ante una
concepción del mundo que nos rodea inspirada en el ecocentrismo y el
biocentrismo, porque dicha concepción elimina la diferencia ontológica y
axiológica entre la persona humana y los otros seres vivientes. De este modo,
se anula en la práctica la identidad y el papel superior del hombre,
favoreciendo una visión igualitarista de la «dignidad» de todos los seres
vivientes. Se abre así paso a un nuevo panteísmo con acentos neopaganos, que
hace derivar la salvación del hombre exclusivamente de la naturaleza, entendida
en sentido puramente naturalista. La Iglesia invita en cambio a plantear la
cuestión de manera equilibrada, respetando la «gramática» que el Creador ha
inscrito en su obra, confiando al hombre el papel de guardián y administrador
responsable de la creación, papel del que ciertamente no debe abusar, pero del
cual tampoco puede abdicar. En efecto, también la posición contraria de
absolutizar la técnica y el poder humano termina por atentar gravemente, no
sólo contra la naturaleza, sino también contra la misma dignidad humana[30].
14. Si quieres promover la paz, protege la creación. La
búsqueda de la paz por parte de todos los hombres de buena voluntad se verá
facilitada sin duda por el reconocimiento común de la relación inseparable que
existe entre Dios, los seres humanos y toda la creación. Los cristianos ofrecen
su propia aportación, iluminados por la divina Revelación y siguiendo la
Tradición de la Iglesia. Consideran el cosmos y sus maravillas a la luz de la
obra creadora del Padre y de la redención de Cristo, que, con su muerte y
resurrección, ha reconciliado con Dios «todos los seres: los del cielo y los de
la tierra» (Col 1,20). Cristo, crucificado y resucitado, ha entregado a la
humanidad su Espíritu santificador, que guía el camino de la historia, en
espera del día en que, con la vuelta gloriosa del Señor, serán inaugurados «un
cielo nuevo y una tierra nueva» (2 P 3,13), en los que habitarán por siempre la
justicia y la paz. Por tanto, proteger el entorno natural para construir un
mundo de paz es un deber de cada persona. He aquí un desafío urgente que se ha
de afrontar de modo unánime con un renovado empeño; he aquí una oportunidad
providencial para legar a las nuevas generaciones la perspectiva de un futuro
mejor para todos. Que los responsables de las naciones sean conscientes de
ello, así como los que, en todos los ámbitos, se interesan por el destino de la
humanidad: la salvaguardia de la creación y la consecución de la paz son
realidades íntimamente relacionadas entre sí. Por eso, invito a todos los creyentes
a elevar una ferviente oración a Dios, Creador todopoderoso y Padre de
misericordia, para que en el corazón de cada hombre y de cada mujer resuene, se
acoja y se viva el apremiante llamamiento: Si quieres promover la paz, protege
la creación.
Vaticano, 8 de diciembre de 2009
BENEDICTUS PP. XVI
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 198.
[2] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2008, 7.
[3] Cf. n. 48.
[4] Dante Alighieri, Divina Comedia, Paraíso, XXXIII,145.
[5] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 1.
[6] Carta ap. Octogesima adveniens, 21.
[7] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990 1990, 10.
[8] Cf. Carta enc. Caritas in veritate, 32.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, 295.
[10] Heráclito de Éfeso (535 a.C. ca. – 475 a.C. ca.),
Fragmento 22B124, en H. Diels-W. Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker,
Weidmann, Berlín19526.
[11] Cf. Carta enc. Caritas in veritate, 48.
[12] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 37.
[13] Cf. Carta enc. Caritas in veritate, 50.
[14] Const. past. Gaudium et spes, 69.
[15] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis,
34.
[16] Carta enc. Caritas in veritate, 37.
[17] Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina
social de la Iglesia, 467;cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 17.
[18] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 30-31.
43.
[19] Carta enc. Caritas in veritate, 49.
[20] Ibíd.
[21] Cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 49, 5.
[22] Cf. n. 9.
[23] Cf .n. 8.
[24] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 43.
[25] Carta enc. Caritas in veritate, 69.
[26] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36.
[27] Carta enc. Caritas in veritate, 51.
[28] Cf. ibíd., 15. 51.
[29] Cf. ibíd., 28. 51. 61; Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 38.39.
[30] Cf. Carta enc. Caritas in veritate, 70.
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