Un fenómeno ha saltado a las primeras páginas de algunos diarios nacionales e internacionales. Un fenómeno que yo pensaría muy marginal o muy referido a ciertas condiciones sociales. Se trata de una práctica mediante la cual se envían fotos o videos con contenido erótico o pornográfico, en ocasiones con los mismos jóvenes como protagonistas. Esto tiene el nombre de SEXTING. Una palabra que sintetiza dos términos ingleses, sex (sexo) y texting (escribir en un aparato electrónico). Por supuesto que los medios electrónicos no se han librado de la producción y consumo de la pornografía. Aquí de lo que estamos hablando es que los jóvenes se convierten ellos mismos en los protagonistas de la pornografía que corre por el internet a través de los teléfonos celulares. En una nota del periódico Reforma de la Ciudad de México una investigación mostraba que en secundarias (entre 13 y 15 años) de la Zona Metropolitana del DF el 80 por ciento de los muchachos trae estas imágenes en sus teléfonos celulares, mientras un 30 por ciento de las chicas se toman fotografías a sí mismas. La inmadurez propia de la edad hace que, independientemente de otras consideraciones, los jóvenes se pongan en graves riesgos con esta práctica pues se llega con relativa facilidad a la extorsión, al abuso sexual, a relaciones prematuras o a cometer actos ilegales. Y lo peor son las consecuencias interiores que conlleva este comportamiento pues después de haber practicado el sexting y debido al abuso que esto genera entre los compañeros o compañeras, el adolescente se aísla, se deprime, e incluso se han llegado a dar tentativas de quitarse la vida. Los psicólogos dicen que son los mismos síntomas de quien ha sufrido un abuso sexual.
Ahora bien, toda esta realidad ¿a qué se debe? ¿Qué hay en el corazón, en la cabeza, en la afectividad de nuestros jóvenes para llegar hasta ahí? Ciertamente es propio de la juventud el riesgo, provocar, retar. Es propio de la juventud no medir las consecuencias de sus actos, pero estos extremos de autodestrucción son indicativos de que los jóvenes se pierden a sí mismos, pierden el sentido del propio respeto, del propio valor. Se olvidan de que ellos son muy valiosos, de que su cuerpo es muy valioso de que sus sentimientos son muy valiosos y que no deben arriesgarlos. Otras cosas se pueden reponer en la vida, pero la estima personal es muy importante para perderla y ponerla en riesgo.
El sexo en la adolescencia es un impulso muy grande. Como lo es el afán de ser reconocido, de pertenecer, de ser amado, de que alguien que te importa se preocupe por ti. Estos factores hacen que los jóvenes no siempre tengan en cuenta los riesgos de los medios que están usando para mantener una relación con alguien o para decirle a alguien que lo quieres. Nuestros jóvenes necesitan que les enseñemos a amar. A amar con respeto, a amar con dignidad, que no significa no amar apasionadamente. Nuestros jóvenes necesitan tener mejores amigos. Esos no siempre se los podemos escoger, pero les podemos cultivar desde niños el valor de la amistad verdadera, el valor del afecto verdadero. Cuando se descubre el amor en el respeto, en la dignidad, en la afectividad, se está descubriendo el gran tesoro de la juventud que permite mirar al mundo con la seguridad de que nunca vas a ser usado, de que nunca vas a acabar en la pantalla de un teléfono siendo motivo de burla.