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Ser como niños

Nos narra Mateo (18,3) cómo dijo Jesús a sus discípulos, mostrándoles un niño: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos».

Caray, eso no parece fácil… ¿hacernos como niños, para entrar en el Reino de los Cielos? Bien, lo intentaremos, pero algo tenemos que saber: ¿y qué es ser como niño? ¿Cómo son los niños, a diferencia de los adultos, los mayores? ¿Qué ha cambiado en ellos al dejar de ser niños?

Buena falta nos haría una receta: siga estos pasos sencillos y se hará como niño ¡y entrará al cielo! Pero caray, dicha receta o manual de instrucciones no existe, no está ni en el mercado ni en biblioteca alguna. Algo debemos hacer, pues queremos salvarnos en la otra vida.

Podríamos preguntarle a Jesús, directamente: Maestro, dinos por favor, por amor ¿qué debemos hacer para cambiar y ser como ese niño que Tú mostraste a los discípulos? Pero sepámoslo de una vez: no nos lo va a decir. Como muchas cosas del Evangelio, Jesús nos pide que nosotros mismos, en nuestro interior y en comunidad, lo descubramos.

Podríamos hacer un ejercicio, una forma de aprendizaje y examinar a la niñez, y de esa manera tener nuestra personal visión de lo que es ser como niño. ¿Qué descubriríamos? Muchas cosas, cosas que siempre tenemos frente a nosotros pero que nos pasan desapercibidas.

Hay que observar cómo piensan y actúan los niños; y no se trata de ver cómo juegan, o como comen y duermen, sino cómo se relacionan con los demás, cómo ven al mundo y cómo quieren que sea. Es su forma de relacionarse con Dios y con el próximo lo que debemos conocer, y copiar sus ideales y su conducta, esa es la verdadera diferencia con los adultos.

Una manera de conocer cómo son los niños en su alma es leer -y reflexionar- “El Principito”, pequeño libro que sirve para que los adultos conozcan a los niños, escrito por un hombre que sí conocía la mente infantil: Antoine de Saint-Exúpery. El Principito podía diferenciar el bien del mal, veía la maldad del avaro, rechazaba el egoísmo y la soberbia. Cuidaba su pequeña flor como objeto de cariño.

Los niños entienden al mínimo y dulce Francisco de Asís, ese que amaba a sus hermanos los animales, como criaturas del Señor. San Francisco, con la sencillez de un niño inició y creó una mentalidad que podía transformar su mundo, ese que parecía haberse olvidado de Dios y que requería una sacudida. “Francisco ¡salva a mi Iglesia!” le dice el Cristo, y en toda su sencillez y en su pequeña aldea lejana del gran mundo, lo hace.

Como los niños, en este caso como una niña, con grandes ilusiones y una verdadera visión de lo que Dios quiere de sus hijos, vivió y murió una joven sencilla y soñadora en su medio conventual, y en el sufrimiento de una terrible tuberculosis que le causó la muerte a los 24 años, Teresa de Jesús o de Lisieux, a quien por cariño a su espíritu de niña llamamos Santa Teresita. ¡Que ventaja que nos dejó escritos sus pensamientos!

Cuando se pide a los niños que hagan un dibujo, una imagen, un mensajito a la humanidad sobre lo que desean para los niños del mundo, o para sus adultos, nos quedamos asombrados: quieren un mundo de amor, sin mal, sin guerras, sin hambre, con respeto a los animales, los bosques… ¡sin contaminación!

Pintan un mundo en donde los niños son amados y pueden crecer en una familia que los quiere, en una comunidad que los protege, los educa y les da felicidad, los medica si se enferman, un mundo en donde no los desprecian por el color de su piel o por su pobreza. También dibujan agradeciendo el bien recibido, lo sienten.

¿Por qué el asombro ante lo que quieren los niños para el mundo? Porque para ellos el mal, la guerra, la discriminación, el hambre, el dominio del poderoso y muchas otras cosas, son todo ello inaceptable. Pero los adultos parecen aceptar como “normal” lo que la niñez rechaza: el mal del hombre contra su hermano el hombre, que en los adultos se le soporta “porque así es el mundo, y ni modo”. Para los niños si hay modo.

En cambio, todo lo bueno que el mundo debe tener: el amor, la generosidad, la ayuda mutua, la comprensión del otro, es lo que los niños ven como normal, y no entienden cómo los adultos lo han olvidado, o lo renuncian por eso, porque el mundo de hermanos es, creen, una utopía. Para el niño es el deber ser.

Cuántas veces los adultos, los padres, los maestros, se preocupan porque los niños aprendan las cosas buenas, el amor a Dios y al próximo, porque así deben ser educados, pero pensando que la vida les enseñará que “la realidad” es muy diferente. El adulto se olvidó que la bondad puede existir y el mal puede ser vencido. Pero los niños creen que la realidad la hacen los hombres y que ellos podrán cambiarla para mejorar.

Pero volvamos a la receta inexistente. No hay pues un libro que nos describa la mente y la visión sana y buena del niño. Y no hace falta, sería inútil, pues las personas no parecemos aprender estas cosas si nos las cuenta otro, así como tampoco algunos aceptan reconocer a Jesús, a pesar de sus milagros y el prodigio de su propia resurrección.

El cómo ser como niño tiene que ser una experiencia personal de descubrimiento, y entonces podemos hacer en nuestra persona ese cambio que dijo Jesús, y con espíritu de niño, pero con todas las ventajas que nos dan la experiencia y el conocimiento y una recta conciencia, entrar al Reino de los Cielos.