Pasar al contenido principal

Señorita María

  

-Ya regresé, Padre Eterno. Te traigo buenas noticias del asunto que me encomendaste. Oye, qué bonita es ella. Supongo que la hiciste a tu gusto, de acuerdo naturalmente con el Hijo y el Espíritu santo. Iba a decirte que parece un ángel; pero no, nos aventaja a todos juntos. Yo, Gabriel, me quedo chiquito delante de ella.

-Buenos días, señorita María. Alégrate, llena de gracia, Diosito está contigo. Yo la noté desconcertada con mi saludo, con esta cascada de alabanzas y piropos. No que se hubiera asustado conmigo, que soy un ser del otro mundo, sino que se sentía pequeñita como una hoja de hierbabuena, turbada de humildad. ¿Qué haré, Padre Santo, para quitarle esta impresión?

-No temas, preciosa. Te manda decir Padre Eterno que te quiere mucho y que vas a ser mamá de su Hijo, el salvador del mundo, y que le pongas el nombre de Jesús. ¿Cómo ves? No me contestó ni sí, ni no. Pensaba, pensaba. ¿Cuánto duró este silencio? A mí se me hizo una eternidad, como la eternidad de la que yo venía. Gracias a Dios los ángeles no somos impacientes. La señorita María estaba muy en su derecho de reflexionar y salir de dudas. 

-¿Cómo puedo ser mamá, si no tengo relación con ningún hombre?

-Mira, para Dios nada es imposible. No hace falta ningún hombre, actuará solamente Dios. El Espíritu Santo te hará fecunda. ¿Qué te parece?

-Ay Padre Eterno, yo estaba así de tamañito esperando la respuesta. Donde la señorita me diga que no, qué irá a pensar mi Padre, que no pude arreglarle el asunto que me confió; y el Hijo se va a quedar en la sala de espera sin alcanzar turno, con las ganas que tiene de hacerse hombre; y los hombres se quedarán sin salvador. Ay Diosito de mi vida, qué apuraciones pasa uno en la tierra. 

-Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí según lo que tú me has dicho. 

-Me puse tan contento con su aceptación, que luego-luego vine a darte la noticia, Padre. No me acuerdo si del gozo me despedí de María. Voy a ver qué dice el Evangelio de Lucas que narra la escena: “Después de estas palabras, el ángel se retiró” (1, 18). Válgame Dios, qué vergüenza no haberme despedido de la Reina de los ángeles.