Estamos acostumbrados a pensar en el “santo” (obviamente no el luchador de las películas) como un ser particular, hasta cierto punto ajeno a los problemas sociales, que vive pendiente de una realidad trascendente, a la que considera imprescindible. Desde el Vaticano II la Iglesia no se ha cansado de predicar lo contrario: todos estamos llamados a buscar la santidad, cada uno en el lugar que ocupamos en la sociedad. Sin embargo, también hay que decirlo, la grandísima mayoría de las canonizaciones son todavía de sacerdotes y religiosos. En los mensajes de Benedicto XVI en su reciente viaje a Gran Bretaña, nos vuelve a proponer la perspectiva de la santidad desde el horizonte de su eco social; es decir, la relevancia que tiene para la sociedad el que los cristianos nos empeñemos en ser santos y las consecuencias que ello tiene en nuestra actuación pública.
Santidad se opone a mediocridad y conformismo, se identifica con compromiso y empeño, supone levantar el periscopio y ampliar la perspectiva, salir de los estrechos moldes del “yo”, para abrirse y descubrir la relevancia y trascendencia que tienen nuestras acciones en todo el tejido social. Por ello el Papa recuerda: “no os contentéis con ser mediocres. El mundo necesita buenos científicos, pero una perspectiva científica se vuelve peligrosa si ignora la dimensión religiosa y ética de la vida, de la misma manera que la religión se convierte en limitada si rechaza la legítima contribución de la ciencia en nuestra comprensión del mundo. Necesitamos buenos historiadores, filósofos y economistas, pero si su aportación a la vida humana, dentro de su ámbito particular, se enfoca de manera demasiado reducida, pueden llevarnos por mal camino".
La invitación es a ofrecer una visión “sapiencial” de todo saber humano, es decir, saber colocarlo en su contexto, sin absolutizarlo. También nos recuerda que la vivencia de la fe implica una cierta responsabilidad personal, que nos impulsa a huir de la mediocridad y a ofrecer lo mejor de nosotros mismos a la sociedad. ¿Cómo?, a través de nuestra vida corriente, del trabajo, de todo el entramado de las relaciones sociales, sabiendo vivir todo ello sin excluir por principio a Dios y sus principios, sino por el contrario, manteniendo un diálogo constante con el Creador: “Todo el trabajo que realizáis se sitúa en un contexto de crecimiento en la amistad con Dios y todo ello debe surgir de esta amistad”. Esa amistad no es algo ajeno, añadido, extraño, como una especie de tumor en la vida personal, sino por el contrario, el motor que nos impulsa a dar lo mejor de nosotros en cada cosa que hacemos, conscientes de que Dios cuenta con ello para edificar una sociedad más humana, acorde con la dignidad de la persona. La fe nos proporciona la convicción de que Dios nos es un competidor envidioso del hombre, no recela de él, y no le quita nada de lo que lo conduce a su plenitud como persona, sino todo lo contrario.
El horizonte del trabajo y de la vida social adquiere así una motivación más profunda y elevada a la vez: no es mera autoafirmación, no es el poco claro afán de demostrarnos a nosotros mismos que sí podemos, o que somos mejores que los demás; es sencillamente la seguridad de que ese trabajo se realiza cara a Dios, que le agrada y, simultáneamente, sirve a la sociedad en la cual uno vive. Es la certeza misteriosa de que Dios cuenta con nuestro empeño para construir un mundo mejor, en la medida de nuestras capacidades reales, a partir de nuestro esfuerzo. Es fruto de un diálogo que lejos de encerrarnos en nuestra interioridad nos abre a las grandes necesidades y expectativas del mundo.
La santidad se percibe más hondamente en su adecuado contexto social, de renovación de las estructuras, costumbres, modos de hacer; de elevación de las perspectivas en nuestra actuación cotidiana. Se entiende como San Josemaría haya podido afirmar: “estas crisis mundiales son crisis de santos”, es decir, de personas corrientes, que se toman hasta sus últimas consecuencias toda la trascendencia que sus acciones tienen para la edificación de una sociedad más digna.
Son las personas las que animan las estructuras, renovadas las personas, se renuevan las estructuras. Al mismo tiempo, renovada la perspectiva del trabajo y de la vida social, ambas se enriquecen, de forma que el sujeto agente alcanza una mayor plenitud en su vida ordinaria a través de lo que ya hace –trabajo, vida social, actuación pública- pero con ojos nuevos. Complementan acabadamente a las afirmaciones del Santo Padre sobre el trabajo como diálogo con Dios, aquellas otras lapidarias de San Josemaría: “el trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor”. La santidad tiene entonces el atractivo de hacer lo que ya se hace con amor, que es también aspiración a la excelencia, conscientes de la inmensa relevancia pública que ello tiene, es decir, no nos encierra ni nos empequeñece.