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Santidad y Carisma

Santidad y Carisma

El futuro de la vida consagrada.
En los albores del tercer milenio no son pocos los interrogantes que algunos expertos de la vida religiosa se hacen en torno al futuro de la vida religiosa. Necesaria es la distinción entre cuestionamientos que miran al futuro con esperanza y cuestionamientos que tienden a polemizar el futuro de la vida consagrada, queriendo establecer cauces para la vida consagrada en forma paralela al Magisterio. No cabe duda que el desarrollo teológico que ha seguido para la vida consagrada requiere una profundización exhaustiva de los conceptos emanados a partir del Vaticano II. Pero esta profundización y esfuerzo por poner en práctica las directrices del magisterio, no debe confundirse con una disensión del Magisterio de la Iglesia.

Muchos teólogos del disenso consideran el futuro de la vida consagrada como una gran interrogante. Se saben en un momento de transición en donde lo viejo no acaba de morir y lo nuevo aún no aparece. Buscan constantemente vías para alcanzar esto “nuevo que está por nacer” . Y tal parece que de alguna forma proponen la re-fundación como una posible respuesta al futuro de la vida consagrada.

Diversa, bajo mi punto de vista, es la visión del Magisterio de la Iglesia. Serena y confiada su visión del futuro, basada en la esperanza: la santidad. “Aspirar a la santidad: este es en síntesis el programa de toda vida consagrada, también en la perspectiva de su renovación en los umbrales del tercer milenio.” Profundizando es esta aseveración nos daremos cuenta del rico contenido no sólo teológico sino espiritual y humano que esta lucha por alcanzar la santidad puede tener para el futuro de la vida consagrada.

Cuando la persona se consagra a Dios hace del seguimiento de Cristo su norma de vida, tal y como lo establece el Código de Derecho Canónico: “La vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos es una forma estable de vivir en la cual los fieles, siguiendo más de cerca a Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente a Dios como a su amor supremo, para que entregados por un nuevo y peculiar título a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigan la perfección de la caridad en el servicio del Reino de Dios y, convertidos en signo preclaro en la Iglesia, preanuncien la gloria celestial.” No es el aspecto legalista en el que debemos fijar nuestra atención, sino en la parte espiritual que refleja la postura del alma consagrada frente al compromiso que adquiere a partir de la profesión de los consejos religiosos. Se compromete, como respuesta a una llamada, a seguir más de cerca de Cristo. Este seguimiento comportará un nuevo estilo de vida, diferente al que hasta ese momento habría seguido en su vida. El entro de su vida será Cristo y sobre ese polo deberá girar su existir.

Este nuevo estilo de vida, inaugurado por Cristo e imitado a lo largo de los siglos, primero por los Apóstoles y luego por otros muchos seguidores, entre quienes destacan la figura de los fundadores, viene cristalizado en la Iglesia a través de una coordenadas bien definidas. Coordenadas que no quitan la libertad de espíritu, sino que son cauces para su mejor expresión. Como un tren que debe correr por los rieles si quiere de alguna manera llegar a su destino, así la vida consagrada puede expresar su potencial a través de unos lineamientos seguros. “La Iglesia considera ciertos elementos como esenciales para la vida religiosa: la vocación divina, la consagración mediante la profesión de los consejos evangélicos con votos públicos, una forma estable de vida comunitaria, para los institutos dedicados a obras de apostolado, la participación en la misión de Cristo por medio de un apostolado comunitario, fiel al don fundacional específico y a las sanas tradiciones; la oración personal y comunitaria, el ascetismo, el testimonio público, la relación característica con la Iglesia, la formación permanente, una forma de gobierno a base de una autoridad religiosa basada en la fe. Los cambios históricos y culturales traen consigo una evolución en la vida real, pero el modo y el rumbo de esa evolución son determinados por los elementos esenciales, sin los cuales, la vida religiosa pierde su identidad.”

Estos cauces tienden indefectiblemente a un estilo de vida que de alguna manera facilita la santidad personal. No es que las personas consagradas sean las únicas llamadas a la santidad. Es éste un estado de vida al que todos los cristianos, en razón de su bautismo, están invitados a alcanzar. “La santidad no se refiere exclusivamente al nivel moral. No es en absoluto un premio que el hombre merece. Es más bien una manera de existir derivada de la relación con Dios. La santidad de Israel partía de una separación; y, del mismo modo, existe un estado de diáspora propio de la condición cristiana. No se trata de poner límites al amar; pero el cristiano ama de una manera distinta, que parte de Dios, fuente y origen del amor. Por eso, la consagración se traduce en don; Jesús se santifica cuando como pastor entrega la vida por las ovejas (Jn 10, 11).”

Siendo la santidad un estilo de vida, una manera de existir de acuerdo a una relación íntima y personal con Dios, podemos establecer que existirá una santidad típica de la vida consagrada, en donde los elementos esenciales de dicha vida, antes mencionados, jugarán un papel preponderante para alcanzar dicha santidad. Y que esta santidad no es opcional para la vida consagrada, sino que será parte integrante de la misma. De esta forma, Juan Pablo II coloca el futuro de la vida consagrada para el Tercer Milenio dentro de las directrices marcadas por el Vaticano II en donde la santidad debería ser la principal preocupación de todos los fieles cristianos, y especialmente de las personas consagradas. “Fuertes, sobre todo, en su empuje ideal, lleguen a ser testimonios válidos de la aspiración a la santidad como alto grado del ser cristiano.”

Exigencias de la santidad en la vida consagrada
Frente a las exigencias de este tipo de vida, el que nos lleva a la santidad, se corre un doble peligro. Por un lado creer que todo se reduce al esfuerzo de la persona consagrada, y por otro, que toda la santidad depende de las gracias de Dios. “Los errores sobre la santidad son innumerables, pero suelen girar siempre sobre el polo pelagiano (libertad, no gracia) o sobre el polo luterano (no libertad, gracia). Probablemente el primer error es hoy más actual, y desde luego es –y siempre ha sido- el error más peligroso, pues es el que más aleja de Cristo Salvador.” Dejando a un lado este doble peligro, es necesario que la persona consagrada tome como compromiso de vida el alcanzar la santidad. Y este compromiso no debe reducirse sólo a un deseo, a unas intenciones, sino que debe obedecer a la vocación a la que ha sido llamada.

Antes del período de la renovación, se hablaba con frecuencia sobre el estado de perfección. Dejando a un lado las falsas interpretaciones sobre este concepto, es necesario y urgente retomarlo en la vida consagrada, como exigencia primordial de quien ha querido responder a la llamada de Dios para seguir a Cristo en una forma cercana, a través de la profesión de los consejos evangélicos, en una misión específica. “… esas familias ofrecen a sus miembros todas las condiciones para una mayor estabilidad en su modo de vida, una doctrina experimentada para conseguir la perfección, una comunidad fraterna en la milicia de Cristo y una libertad mejorada por la obediencia, en modo de poder guardar fielmente y cumplir con seguridad su profesión religiosa, avanzando en la vida de la caridad con espíritu gozoso.” Retomar el concepto de perfección es hacer posible la vivencia de la caridad en su máxima expresión, tanto para con Dios, como para el prójimo. De esta caridad nacerán los compromisos de vida que hacen tender a la santidad a las personas consagradas. No es alcanzar la perfección como un estado de vanagloria para la persona, sino es la perfección como respuesta a Dios y a los hombres.

Puede ser que la vida consagrada sea considerada como un estilo de vida fácil, en dónde se puede alcanzar la salvación y ayudar a la salvación de otras personas, pero esta postura, además de ser errónea, comporta un grave peligro. Es cierto que para alcanzar la salvación no es necesario ser perfecto, es decir, ser santo. Pero esta postura conlleva un gran peligro, que es la de pensar que el alma, por sí sola, siempre tiende al bien, o por lo menos, a evitar el pecado mortal, sin esfuerzo alguno de su parte . Olvida que el alma tiende hacia el mal, por las huellas que el pecado original ha dejado en ella. Y este es un factor que la mayoría de las veces viene despreciado en nuestros días. Por un psicologismo mal entendido se piensa que el hombre, con sólo desearlo, o con sólo pensarlo, puede alcanzar todo aquello que se propone. Se olvidan asimismo de la importancia que tiene el ejercitar la voluntad y el saber presentar a la misma voluntad el ideal a alcanzar. No basta con aspirar al ideal de santidad, es necesario poner los medios para lograrlo. “Es importante saber si se puede conservar por un tiempo notable el estado de gracia sin esforzarse por progresar en la vida de gracia.” Los medios con los que cuenta la persona, vendrán a ser materia importante para alcanzar la santidad en la vida consagrada.

No es que la vida consagrada sea una carga insoportable, pero si se quiere vivir con coherencia, si se quiere en verdad aspirar a la santidad, deben buscarse medios para alcanzarla. Estos medios bien pueden ser aquellos que forman parte esencial de la vida cristiana en general y de la vida consagrada en particular. No queremos ser exhaustivos en este punto, ni caer en rigorismos o legalismos que no conducen a puntos prácticos. Sin olvidar estos medios, es necesario saberlos presentar a nuestra voluntad en forma atractiva. Nuestros tiempos se rigen más por lo que ven, por lo que oyen, por lo que sienten, que por lo que se razona. Somos hijos de nuestro tiempo y los medios de comunicación nos han hecho perezosos, dejándonos llevar más por nuestros sentidos, que por nuestra razón. Por lo tanto, debemos presentar a nuestra mente modelos creíbles, más que argumentos razonables. Sin menospreciar estos últimos, los modelos creíbles, al hacer vida de su vida los argumentos razonables, penetran más fácilmente en la vida de las personas consagradas. Se trata por tanto de presentar los medios para adquirir la santidad en forma encarnada, bajo la vida del Fundador .

La persona consagrada que quiere aspirar a la perfección, esto es, a la santidad, cuenta con la vida del Fundador como un medio privilegiado. Si la persona consagrada se ha puesto en camino para responder a la llamada de Dios a una consagración especial, esta consagración especial se realiza bajo unos cauces muy específicos, muy bien delineados. Estos cauces serán los marcados por el Fundador. No deberá contentarse solamente con conocer esos cauces, deberá conocerlos para amarlos y después reproducirlos en su vida. En síntesis, debe reproducir en su propia vida la vida del Fundador. Entonces los compromisos de vida comportan sus exigencias. Para nada debemos reducir, disminuir o despreciar esta sana aspiración a reproducir en nuestras vidas la vida del Fundador. Es ésta una invitación que el Magisterio ha venido recordando desde hace 40 años y que Juan Pablo II recoge admirablemente en la Exhortación post-sinodal Vita Consecrata: “Se invita pues a los Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy. Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el camino de santidad a través de las dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana.”

La vida del Fundador se presenta como un modelo a seguir para aspirar a la santidad en la vida consagrada. Es un modelo accesible a todas las personas consagradas de todos los tiempos. Este estilo de vida requerirá en primer lugar un conocimiento vivencial y experimental de la vida del fundador, una compenetración con su misión y un deseo de imitarlo en todo.

La vida del Fundador y su carisma.
Esta vida del Fundador no es la colección histórica de eventos o momentos importantes en su vida. Es más bien la historia de la relación personal que él sostuvo a lo largo de su vida con Dios. Esta relación es lo que le ha dado a él un modo de vivir, un santo modo de vivir y que de alguna manera todos las personas consagradas que participan del mismo ideal que él ha fundado, están llamadas a vivir.

Cada una de las personas que profesan seguir a Cristo más de cerca de través de los consejos evangélicos, lo hace en una forma muy peculiar, podemos decir, con un estilo propio. Este estilo es lo que podríamos considerar como carisma. El carisma es, sintéticamente, “el don particular de la gracia divina operado en el creyente por parte del espíritu Santo para la común utilidad de la Iglesia.” Concepto que, aplicado a la vida consagrada, Juan Pablo II define de la siguiente manera: “Es difícil describir, más aún enumerar, de qué modos tan diversos las personas consagradas realizan, a través del apostolado, su amor a la Iglesia. Este amor ha nacido siempre de aquel don particular de vuestros Fundadores, que recibido de Dios y aprobado por la Iglesia, ha llegado a ser un carisma para toda la comunidad. Ese don corresponde a las diversas necesidades de la Iglesia y del mundo en cada momento de la historia, y a su vez se prolonga y consolida en la vida de las comunidades religiosas como uno de los elementos duraderos de la vida y del apostolado de la Iglesia.”

Si la persona consagrada busca un modelo seguro para alcanzar la santidad a través de la vida del Fundador, no puede desasociar de la vida del Fundador el carisma con el que el Espíritu Santo regaló a la Iglesia. El carisma no puede ser encerrado en una frase, o unas líneas contenidas en las constituciones o la regla de vida. Como criatura espiritual, el carisma, nace, crece, se desarrolla, se expande y se hace vida en la vida de cada una de las personas de ese particular Instituto. “Todos han de observar con fidelidad la mente y propósitos de los fundadores, corroborados por la autoridad eclesiástica competente, acerca de la naturaleza, fin, espíritu y carácter de cada instituto, así como también sus sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio del instituto.”

Una de las principales responsabilidades que tiene la persona consagrada frente al carisma del Fundador es el de hacerlo vida de su vida. Podemos encerrar esta acción vital en cuatro momentos simultáneos: conocer, discernir, custodiar y desarrollar. El don del carisma debe ser conocido y vivido por la persona consagrada a través de estos cuatro momentos. No se trata de reducir la vivencia del carisma a una mera observancia externa, sino a una vivencia gozosa y fiel desde el interior de la persona. Será esta vivencia, consciente, querida y amada por la persona consagrada la que le ayudará a ser santa.

Vivencia del carisma y santidad.
Precisamente la vivencia del carisma otorga a la persona la posibilidad de ser santa. No caigamos en la ilusión de pensar que la santidad se da en un sólo acto voluntarioso por querer ser perfecto, un sentimentalismo insustancial, un legalismo riguroso que no se traducen en frutos espirituales. La santidad será más bien seguir un camino espiritual que comporta una opción fundamental en la vida que viene renovada constantemente integrando todas las fuerzas y capacidades de la persona, con generosidad, perseverancia y constancia. Y quien quiera tener un camino seguro para alcanzar la santidad no debe olvidarse del papel importantísimo que tiene Cristo en la vida de los cristianos y más aún, en las personas consagradas. Querer fundamentar la santidad sin hacer referencia a Cristo es semejante a aquellos que construyen su casa sobre arena. “Todo aquello que podamos recibir de Dios queda concentrado en Cristo, en el orden de la naturaleza y de la gracia. Todo nuestro esfuerzo de respuesta en el orden de la naturaleza y de la gracia viene finalizado en Cristo. Él es “Dios con nosotros”, Dios presente, cercano, accesible a nosotros. Es uno de los nuestros. Lo podemos conocer, tocar; lo podemos amar, abrazar; lo podemos seguir, imitar y podemos colaborar con Él.”

Para la persona consagrada, este seguir a Cristo no se lleva a cabo en el aire, sino que se fundamenta y tiene como motivación personal el ejemplo de vida del fundador, cristalizado en el carisma y el patrimonio espiritual del Instituto. Quien decide vivir en plenitud el carisma encuentra ahí una base sólida para alcanzar la santidad, ya que cuenta con los auxilios de la gracia y pone a disposición de la gracia una naturaleza bien formada. El carisma, según la definición que recoge la Lumen Gentium en consonancia con la interpretación paulina del término, como es una gracia para el beneficio de toda la Iglesia, debe ser acogida y vivida en todos los niveles que conforman a la persona. Un carisma que se acoge parcialmente o sólo bajo un cierto nivel, no puede fructificar en beneficio de la Iglesia. Es necesario acogerlo desde la perspectiva humana, cristiana y de consagración, niveles que conforman a las personas consagradas. Por ellos, podemos afirmar que vivir en plenitud el carisma no es otra cosa que atreverse a ser santo, ya que esta vivencia da a la persona consagrada una madurez humana, cristiana y consagrada, de forma que con esta triple vivencia puede alcanzar la santidad.

Madurez humana.
Vivir el carisma en cada una de las fases de vida, no se reduce a saber de memoria la fórmula que engloba el propio carisma, ni los números más importantes de las Constituciones o de la regla. El conocimiento ayuda a conocer el carisma, pero se debe poner en práctica en cada uno de los aconteceres del vivir cotidiano, para conocerlo verdaderamente, esto experiencialmente.

El esfuerzo que se haga en vivir el carisma en todos sus detalles prácticos, otorgará a la persona consagrada cierta madurez personal que le permitirá formar una base humana sobre la que la gracia pueda construir la santidad. Sin una base humana firme, sin un carácter que ayude a soportar las pruebas de la vida cotidiana, es difícil perseverar en la lucha por la santidad. El ejercicio diario por hacer vida la vida del Fundador, llevará a la persona consagrada a formar un carácter propio, adecuado no sólo a la vivencia del carisma, sino a la santidad de vida a la que está llamada. No puede entenderse una persona santa si primero no se ha fundado una base humana sólida. Ya lo decía el Concilio Vaticano II al expresar lo que debe entenderse por madurez humana: “Hay que cultivar también en los alumnos la necesaria madurez humana, la cual se comprueba, sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la facultad de tomar decisiones ponderadas y en el recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres.”

El carisma encierra una misión muy específica que la persona consagrada debe llevar a cabo: la atención a los enfermos, la catequesis en parroquia, el cuidado de los huérfanos o de las personas, la expansión del reino de Cristo en diversos ambientes de la sociedad. Para llevar a cabo esta misión que nace del carisma, las personas consagradas cuentan con un patrimonio espiritual, como pueden ser el directorio, la regla, las constituciones o las sanas tradiciones de la Congregación. Al ponerlas en práctica, la persona consagrada no sólo está haciendo que la vida del Fundador cobre vida en su vida, sino que está formando un carácter que le permitirá tener una cierta estabilidad de ánimo, sabrá tomar decisiones ponderadas y aprenderá a juzgar adecuadamente sobre los acontecimientos y los hombres. Esta firmeza de carácter, esta madurez humana es ingrediente básico para que la gracia pueda fructificar, ya que de nada sirve la gracia que Dios da a una persona para que pueda seguirla, si esta garcia no encuentra un receptáculo adecuado. Muchas de las crisis de vocaciones, por ejemplo, se deben a una adecuada formación del material humano.

Madurez cristiana.
En un segundo momento, la vivencia del carisma lleva a la persona a vivir una plenitud de vida cristiana. Por vida cristiana entendemos la configuración con la persona de Cristo, configuración a la cual están invitados a participar todos los cristianos, aunque de una manera eminente las personas consagradas. “Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada está también en íntima relación con la obra del Espíritu Santo. Es Él quien, a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas a percibir el atractivo de una opción tan comprometida. Bajo su acción reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta Jeremías: « Me has seducido, Señor, y me dejé seducir » (20, 7). Es el Espíritu quien suscita el deseo de una respuesta plena; es Él quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización; es Él quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión.”

La configuración con la persona de Cristo es signo de una madurez en la que la persona ha visto con claridad meridiana el camino que Cristo le señala. Madurez cristiana es hacer una opción fundamental en la vida por Cristo y con todo el bagaje personal, humano, psicológico, afectivo y moral, lanzarse a la conquista del camino señalado por Cristo. Es afrontar con decisión las consecuencias del seguimiento de Cristo, porque se tiene a Él como centro de la vida, como opción fundamental , de donde arrancan una serie de decisiones subsecuentes. “Las personas consagradas pueden y deben caminar desde Cristo, porque Él mismo ha venido primero a su encuentro y les acompaña en el camino (Cf. Lc 24, 13-22). Su vida es la proclamación de la primacía de la gracia; sin Cristo no pueden hacer nada (Cf. Jn 15, 5); en cambio todo lo pueden en aquél que los conforta (Cf. Flp 4, 13). Caminar desde Cristo significa proclamar que la vida consagrada es especial seguimiento de Cristo, «memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos». Esto conlleva una particular comunión de amor con Él, constituido el centro de la vida y fuente continua de toda iniciativa.”

El esfuerzo de la persona consagrada por configurar toda su vida con Cristo, a partir de una opción fundamental fortifica la voluntad y vivifica el espíritu. “Desde el momento que el fin de la vida consagrada consiste en la conformación con el Señor Jesús y con su total oblación, a esto se debe orientar ante todo la formación. Se trata de un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo hacia el Padre.” Y nuevamente la figura del fundador con la vivencia del carisma nos permite tomar un ejemplo inequívoco para seguir a Cristo sin temor a equivocación o interpretación espurio. De este ejemplo toma pie la persona consagrada para fijar su mirada en Cristo y seguir el camino indicado por el fundador a través de la vivencia que él ha tenido de Cristo. En muchos casos esta vivencia se centra en un pasaje del evangelio, en una parte de la vida de Cristo que es el centro de toda la experiencia mística-espiritual del fundador. A eso debe tender cada persona consagrada, a hacer la misma experiencia de Cristo, cómo la hecho el fundador.
Madurez consagrada.
La persona consagrada no es solamente quien sigue a una persona, Cristo, sino quien ama a esa persona, como respuesta al amor que recibe de Él. Y es precisamente este movimiento de amor que de Cristo nace y en Cristo termina, lo que constituye el tercer nivel de la vida consagrada, el nivel del amor a Cristo. Este amor condicionará toda la vida del hombre, llegando a la plenitud de la vida, o sea, la santidad. “La llamada al camino de los consejos evangélicos nace del encuentro interior con el amor de Cristo, que es amor redentor. Cristo llama precisamente mediante este amor suyo. En la estructura de la vocación, el encuentro con este amor resulta algo específicamente personal. Cuando Cristo "después de haber puesto los ojos en vosotros, os amó", llamando a cada uno y a cada una de vosotros, queridos Religiosos y Religiosas, aquel amor suyo redentor se dirigió a una determinada persona, tomando al mismo tiempo características esponsales: se hizo amor de elección. Tal amor abarca a toda la persona, espíritu y cuerpo, sea hombre o mujer, en su único e irrepetible "yo" personal. Aquél que, dándose eternamente al Padre, se "da" a sí mismo en el misterio de la Redención, ha llamado al hombre a fin de que éste, a su vez, se entregue enteramente a un particular servicio a la obra de la Redención mediante su pertenencia a una Comunidad fraterna, reconocida y aprobada por la Iglesia.”
Nuevamente el carisma se presenta a la persona consagrada como un medio seguro para responder a este amor de Cristo. El alma, inflamada de amor, debe responder coherentemente a este amor. Y el carisma da las directrices adecuadas, sin temor de perder la ruta.

Bibliografía
El P. Ángel Pardilla cmf, en su intervención durante las “Jornadas del reflexión y estudio Pienezza, tenidas en la ciudad de Roma el día 10 de diciembre de 2004, ante un grupo selecto de superioras generales, provinciales, formadoras y responsables del USMI (unión de Superioras Mayores de Italia), dejo claramente especificado que es necesario distinguir quiénes son los expertos de la vida consagrada. Muchas congregaciones religiosas femeninas suelen consultar a estos expertos para cuestiones varias como la actualización de las constituciones, la ayuda para llevar a cabo Capítulos generales, cursos de formación permanente o para responsables de comunidad, animadoras vocacionales o formadoras. Es necesario preguntar a estos expertos, afirmaba el P. Pardilla su grado de integración afectiva y efectiva con el Magisterio de la Iglesia. Sentire cum Ecclesia, que no debe traducirse en un vago sentimiento de pertenencia a la Iglesia, sino en una comunión total de pensamiento y acción con el Papa y con el Magisterio autorizado de la Iglesia. Ponía en guardia, especialmente a las Superioras generales de no dejarse guiar por los así llamados expertos que disentían del Magisterio de la Iglesia.
Por ejemplo, “Lo que sucede es que nos sentimos como en medio del charco: hemos dejado ya una orilla y no acabamos de llegar a la otra. Si ya todo momento es tiempo de siembra y de paciencia, tenemos la sensación de que hoy lo es de manera particular. A pesar de todo, algo se vislumbra de forma bastante clara. Queriendo sintetizar en un eslogan nuestra situación europea y occidental, diría que nos encontramos: entre el desierto y la nueva creación.” (En “Situación de la vida consagrad en Europa: realidad y actitud teológico-espiritual” de José Rovira en Fernando Prado (ed.), Adónde el Señor nos lleve, Publicaciones Claretianas, Madrid, 2004, p. 44.) De alguna forma la visión que se tiene de la renovación querida por la Iglesia, dista mucho de ser aquella propuesta por la Perfectae Caritatis en sus con líneas directrices claras, específicas y perfectamente bien delineadas, que han trazado el período de la renovación del Post-concilio. (Cf. Concilio Vaticano II, Perfectae Caritatis, 28.10.1965, n.2). Parecería que para algunos la renovación significó campo abierto a cualquier experimento, o la bienvenida a cualquier iniciativa, sin saber discernir si ésta fuese o no de acuerdo con el magisterio y con los elementos esenciales de la vida consagrada, a pesar de que el mismo Papa Paulo VI, puso en alerta a las congregaciones religiosas contra un falso discernimiento y la apertura a cualquier cambio. “L’audacia di certe arbitrarie trasformazioni, un’esagerata diffidenza verso il passato, anche quando esso attesta la sapienza ed il vigore delle tradizioni ecclesiali, una mentalità troppo preoccupata di conformarsi affrettatamente alle profonde trasformazioni, che scuotono il nostro tempo, hanno potuto indurre taluni a considerare caduche le forme specifiche della vita religiosa. Non si è arrivati addirittura a far appello, abusivamente, al concilio per rimetterla in discussione fin nel suo stesso principio?” (Paulo VI, Essortazione apostolica Evangelica Testificatio, 29.6.1971, n. 2)
No se trata simplemente de una discusión semántica de palabras. El Magisterio, desde la Perfectae Caritatis hasta Ripartire da Cristo ha escogido con cuidado aquellos términos que pretenden explicar una realidad querida por la Iglesia, esto es, es, la adecuada renovación de la vida religiosa. Basta leer la Perfectae Caritatis cuando inicia a hablar sobre este concepto. “La adecuada adaptación y renovación de la vida religiosa comprende a la vez el continuo retorno a las fuentes de toda vida cristiana y a la inspiración originaria de los Institutos, y la acomodación de los mismos, a las cambiadas condiciones de los tiempos.” (Cf. Concilio Vaticano II, Perfectae Caritatis, 28.10.1965, n.2). Habla por tanto de adecuada adaptación y renovación. Muchos otros términos ayudan a comprender este concepto: reforma, reapropiación, retorno, etc. Sin embargo, detrás de la palabra re-fundación (que por cierto es un neologismo, ya que el Diccionario de la Real Academia Española no lo consigna) se encuentran conceptos sociológicos del mundo industrial, a veces con muy poca, nula o dudosa conexión con los conceptos espirituales y teológicos manejados por el Magisterio. Como ejemplo veamos el concepto que la refundación utiliza para comunidad. Se menciona que “la comunidad puede llegar a entenderse como un lugar donde los hombres, sobre una base de emoción común, resuelven convivir y cooperar a partir de un compromiso común, y donde este compromiso común logre una cierta medida de estructura institucional.” (“Descubrimiento de la identidad en comunidad” de Walter Schaupp, en Klemens Schaupp y Claudia Edith Kunz, “¿Renovación o refundación?” Publicaciones Claretianas, Madrid, 2003, p. 57). Concepto que de alguna manera disiente del expresado por el Magisterio de la Iglesia, consignado en Vita consecrata.: “La vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza de este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la Trinidad, la cual derrama así en la historia los dones de la comunión que son propios de las tres Personas divinas. Los ámbitos y las modalidades en que se manifiesta la comunión fraterna en la vida eclesial son muchos.” (Cf. Juan Pablo II, Vita consecrata, 25.3.1996). Quien de alguna manera desee profundizar en el tema de la refundación y conocer una crítica teológica, seria y detallada, recomiendo la lectura de Fabio Ciardi, In ascolto dello spirito, ermeneutica del carisma dei fondatori, Ed. Città Nuova, Roma, 1996, pp. 29 – 35.
Ibidem, n. 93
Juan Pablo II, Código de Derecho Canónico, c.573 § 1
Sagrada Congregación para los religiosos e Institutos seculares, Elementos esenciales sobre la vida religiosa, 31.5.1983, n.4.
S. Ma. González Silva (ed.), Santidad en la Iglesia, Publicaciones Claretianas, Madrid, 2004, p. 16
Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Caminar desde Cristo, 19.5.2002, n. 46.
José Rivera, José María Iraburu, Espiritualidad Católica, Centro de Estudios de Teología Espiritual, Madrid, 1982, p. 384.
Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 21.11.1964, n. 43.
Para una mejor comprensión de este argumento, recomendamos la lectura de Adolfo Tanquerey, Compendio de Telogía ascética y mística, Società di S. Giovanni Evangelista, Roma, 1927, en el capítulo 6.
Cuando hablamos del fundador, nos referimos también
Adolfo Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística, Società di S. Giovanni Evangelista, Roma, 1927, p. 229.
Cuando hablamos del fundador, nos referimos también a las fundadoras.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata,25.4.1996, n. 37
Giuseppe Buccellato, Carisma e rinnovamento. Rifondazione della vita consacrata e carisma del fondatore, EDB, Bologna, 2002, pag. 15.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica Redemptionis donum, 25.3.1984, n. 15
Juan Pablo II, Código de Derecho Canónico, c.578.
Cada uno de estos conceptos han sido ampliamente descritos, clarificados y ejemplificados en Paolo Scarafoni, I fruti dell’albero buono Santità e vita spirituale cristocentrica, Edizioni Art, Roma, 2004, pp. 14 – 32.
Paolo Scarafoni, I frutti dell’albero buono Santità e vita spirituale cristocentrica, Edizioni Art, Roma, 2004, p. 74.
“… el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al Pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que "distribuye sus dones a cada uno según quiere" (1Cor., 12,11), reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia según aquellas palabras: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1Cor., 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo.” Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 21.11.1964, n. 12
Concilio Vaticano II, Decreto Optatam totius, 28.10.1965, n. 11.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata,25.4.1996, n. 19.
Utilizamos el término filosófico opción fundamental del pensador español post-moderno Ramón Lucas Lucas, quien nos da esta definición: “la opción fundamental es la elección con la que cada hombre decide explícita o implícitamente el sentido global que dar a su vida, el tipo de hombre que él desea ser. Es una elección profunda y libre que orienta y dirige la existencia del hombre. LA opción fundamental es el núcleo más importante de la persona humana porque es una elección global respecto al sujeto y a la realidad; una opción fundamental que viene implícita en cada elección particular y que la fundamenta. En cada acto libre, la opción fundamental viene ratificada, modificada, o revisada por entero.” Ramón Lucas Lucas, L’uomo, spirito in carnato, Edizioni Paoline, Milano, 1993, p. 179.
Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Caminar desde Cristo, 19.5.2002, n. 21 y 22.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata,25.4.1996, n. 65.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica Redemptionis donum, 25.3.1984, n. 3.