Se podría afirmar que Benedicto XVI simple y sencillamente se descaró con los jóvenes en su reciente viaje al Reino Unido. No se anduvo con rodeos y se fue a lo esencial: “hay algo que deseo enormemente deciros. Espero que, entre quienes me escucháis hoy, esté alguno de los futuros santos del siglo XXI". ¿Qué espera el Papa de los jóvenes de Escocia y del mundo entero por extensión? ¡Que sean santos!
No es sin embargo un iluso el Papa, o alguien que ignore los ideales o la ausencia de ellos que muchas veces mueve, cuando no maneja a la juventud de hoy. Por ello se empeña en hacerles ver como atractiva y asequible esa altísima meta: "Quizá alguno de vosotros nunca antes pensó esto. (...) Dejad que me explique. (...) Cuando os invito a ser santos, os pido que no os conforméis con ser de segunda fila. Os pido que no persigáis una meta limitada y que ignoréis las demás. (...) La felicidad es algo que todos quieren, pero una de las mayores tragedias de este mundo es que muchísima gente jamás la encuentra, porque la busca en los lugares equivocados. La clave para esto es muy sencilla: la verdadera felicidad se encuentra en Dios. Necesitamos tener el valor de poner nuestras esperanzas más profundas solamente en Dios, no en el dinero, la carrera, el éxito mundano o en nuestras relaciones personales, sino en Dios. Sólo El puede satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón".
La ecuación es sencilla: ser santo equivale a ser feliz, porque implica aspirar a la plenitud personal a la que somos capaces nosotros ayudados por la gracia de Dios. Dicha plenitud, lejos de encerrarnos en un egoísmo lacerante –en el que con frecuencia se ven encadenados multitud de jóvenes con vergonzosas dependencias- nos abre a los demás, a cada persona en particular, descubriendo en ella la imagen de Dios, y a la sociedad en su conjunto, sabiendo ver en ella el encargo concreto que Dios nos ha dado. El trato con Dios, su amistad nos transforma y nos libera; la búsqueda de la santidad nos hace crecer como personas: “cuando comenzáis a ser amigos de Dios, todo en la vida empieza a cambiar. (...) Os atrae la práctica de las virtudes. Comenzáis a ver la avaricia y el egoísmo y tantos otros pecados como lo que realmente son, tendencias destructivas y peligrosas que causan profundo sufrimiento y un gran daño. (...) Empezáis a sentir compasión por la gente con dificultades y ansiáis hacer algo por ayudarles. (...) Cuando todo esto comience a sucederos, estáis en camino hacia la santidad".
El camino parece realmente sencillo: basta cultivar la amistad con Jesús, dejarse querer por Dios. Sin embargo puede parecer demasiado “espiritual”, cuando no “espiritualista”, es decir inasequible para una juventud que se ve arrojada, de buen grado o no, a una espiral de materialismo, hedonismo y consumismo que ahoga la más elemental aspiración o capacidad espiritual: tal parece que en nuestro mundo industrializado, tecnificado e hípercomunicado no existe espacio para cultivar los placeres del alma. "Hay muchas tentaciones que debéis afrontar cada día -droga, dinero, sexo, pornografía, alcohol- y que según el mundo os proporcionarán felicidad, cuando en realidad estas cosas son destructivas y crean división. Sólo una cosa permanece: el amor personal de Jesucristo por cada uno de vosotros. Buscadlo, conocedlo y amadlo y El os liberará de la existencia deslumbrante, pero superficial, que propone frecuentemente la sociedad actual. Dejad de lado todo lo que es indigno y descubrid vuestra propia dignidad de hijos de Dios".
Es verdad, no la tienen –tenemos, aunque no seamos tan jóvenes- fácil. Sin embargo el Papa nos recuerda que no estamos solos: contamos con ese amor indefectible de Dios por nosotros, más fuerte que la espiral del mal a la que nos sentimos inclinados. La revelación con san Pablo nos anima: “donde abundó el pecado sobre abundó la gracia”. Es preciso tener la valentía y el coraje de arriesgar, de apostar por la oferta que se nos ofrece: “Dios no solamente nos ama con una profundidad e intensidad que difícilmente podremos llegar a comprender, sino que, además, nos invita a responder a su amor”.
Gracias a Dios en la Iglesia sigue habiendo santidad; es una realidad viva, tangible, fruto de la misericordia divina. El Papa confía en que Dios continuará suscitando en los jóvenes respuestas a la par generosas e inteligentes, porque no se dejan deslumbrar por el oropel de lo efímero, valorando por el contrario lo que realmente vale la pena, aquello que eleva, dignifica y da plenitud a la vida de las personas. Esperemos que muchos de los oyentes del Santo Padre sean movidos por la gracia en este sentido, y que no los dejemos solos, sino que también nosotros, menos jóvenes tal vez, escuchemos ese llamado, sabiendo que nunca es tarde, hasta el postrer momento de nuestra vida, como san Dimas, podemos buscar la santidad y darle sentido así a toda nuestra existencia.