El próximo 26 de junio, la Iglesia conmemora la fiesta de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, quien fuera elevado a los altares por el ahora Beato Juan Pablo II, el 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro en Roma.
Mi primer contacto con San Josemaría fue a través de la lectura de su universalmente conocido libro “Camino”. Pero había una pregunta que, desde un principio me formulé: ¿Por qué iniciaba su escrito con un primer capítulo dedicado al “Carácter”? ¿No era mejor que comenzara directamente con un tema espiritual? –me cuestionaba.
Revisando posteriormente otros textos de este santo, encontré la respuesta: el cimiento de la vida espiritual -que para todo cristiano resulta provechoso que se lo plantee para su propia lucha y superación personal-, debe tener como sólido fundamento, el partir y tener como cimiento el desarrollo de las virtudes humanas, la búsqueda de la madurez de la persona y, después, vendrá la construcción del resto de ese edificio espiritual que deseamos levantar con nuestro esfuerzo cotidiano y la ayuda de Dios.
Comienza su libro animándonos, prioritariamente a los laicos, a buscar la santidad en medio del mundo y nuestros quehaceres de todos los días: “Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. (…) Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón”. Reconozco que este primer punto tuvo en mí el efecto de una especie de “bomba expansiva” porque hasta este entonces tenía una concepción de la vida del laico –entonces estudiaba el Bachillerato- como bastante cómoda, tranquila y sin mayores compromisos.
Pero el punto número 4 en que nos dice su autor: “No digas: ‘Es mi genio así…, son cosas de mi carácter’. Son cosas de tu falta de carácter: Sé varón –‘esto vir’ “. Estas palabras me hicieron reflexionar mucho acerca de los aspectos de mi existencia en los que debía de luchar más por cambiar, por mejorar. Me abrió una especie de “nuevo Océano Pacífico” porque hasta ese entonces pensaba que los defectos eran parte de la personalidad y no había más remedio que aceptarlos con resignación.
Y no se diga aquel otro punto en que escribe: “Voluntad. Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas –que nunca son futilidades, ni naderías- fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio” (Número 19).
La verdad de las cosas es que esta otra consideración me hizo reflexionar en que la plenitud de vida cristiana no se centra únicamente en el beneficio inmediato personal o familiar, sino que San Josemaría nos abre un nuevo horizonte: en el estudio, en cualquier profesión u ocupación debemos ejercer un liderazgo cristiano para influir positivamente en los demás y recristianizar ese medio donde habitualmente nos desenvolvemos: en la escuela, en el trabajo, en la vida académica e intelectual, en el oficio manual o artesanal, para impregnar de valores cristianos nuestra sociedad, ¡pero a base del realismo de partir de las cosas pequeñas!.
En la Semana Santa de 1974 conocí a este santo de nuestro tiempo, al que Juan Pablo II –el día de su canonización- no dudó en llamarle “el santo de la vida ordinaria”.
Asistimos a Roma un buen número de universitarios de los cinco continentes al congreso anual del UNIV. Tuvimos varios encuentros con él, en los que de modo espontáneo, sencillo y familiar, le planteábamos preguntas, dudas o le pedíamos orientación sobre temas espirituales y de esa lucha personal por ser mejores cristianos.
Unas palabras suyas me resultaron muy conmovedoras, cuando comentó que, no obstante sus 72 años de vida, por dentro conservaba un espíritu jovial y, sobre todo, se sentía apasionadamente enamorado de Dios y de María Santísima.
Así que nos animaba a tomarnos a Dios en serio y quererle cada día más, siendo en primer lugar, mejores hijos de nuestros padres y mejores estudiantes para que, el día de mañana, influyéramos en nuestro entorno como buenos profesionistas.
Pero esa lucha –nos exponía- no es a base de una especie de voluntarismo o mera fuerza de voluntad sino hay que contar con la ayuda del Espíritu Santo. Por ello nos insistía en que todas nuestras acciones las realizáramos por amor a Dios, procurando ofrecérselas del mejor modo posible, dentro de nuestras humanas limitaciones.
Pasados los años, recordando aquel inolvidable encuentro, me resulta profundamente significativo ese último punto de “Camino” que nos dejó San Josemaría como herencia espiritual para todos los cristianos: “¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no ‘le’ dejarás” (Número 999).