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Sacerdocio común

Mucho se ha comentado a propósito del sacerdocio durante el año sacerdotal; es preciso hacerle eco. Poco se ha hablado sin embargo de la dimensión sacerdotal que tiene la vida de todo fiel cristiano, y que sin ser el motor ni el objetivo del año dedicado al sacerdocio, no por ello deja de ser una pieza fundamental de la fe, que a la postre contribuye decisivamente para que el sacerdote comprenda y realice eficazmente su misión.

El sacerdocio común de los fieles es una verdad de fe frecuentemente ignorada. Ello tiene sus razones históricas. Al surgir con Lutero el fenómeno protestante durante el siglo XVI que negaba la existencia del sacerdocio en la Iglesia y por lo tanto en la voluntad salvífica de Jesucristo, se eliminaba todo tipo de mediación humana. Fue necesario hacer hincapié en el sacerdocio ministerial querido por Jesucristo y suficientemente atestiguado en la Escritura, así como en el carácter sacrificial de la misa. Al hacerlo se oscureció, aunque sea por no hablarse de él, al sacerdocio común, del cual gozan todos los fieles por el hecho sencillo y sublime del bautismo. La diferencia respecto del sacerdocio ministerial no es solo de grado, sino esencial, pero no por ello deja de ser un sacerdocio real, no simbólico ni metafórico.

¿Qué quiere decir que todos los bautizados somos sacerdotes? Que todos podemos fungir como puentes entre Dios y los hombres, es decir, que por el bautismo somos hechos capaces para conducir a otros hombres a Dios, y haciéndolo, de llevar toda realidad humana a Dios, de forma que le sirva y le de gloria. ¿Por qué es eso así? Porque al ser bautizados recibimos en el alma un sello, conocido como carácter sacramental, el sello de Cristo que nos hace cristianos, o lo que es lo mismo, ungidos, de la propiedad de Dios. Nuestra alma recibe la imagen de Cristo, somos hechos semejantes a Él y por eso mismo participamos de su ser y de su misión: somos hechos hijos de Dios Padre y partícipes de la misión salvífica del Hijo por la gracia del Espíritu Santo.

Lo anterior podría parecer una especie de trabalenguas teológico, una prestidigitación conceptual donde al final no se sabe donde “quedó la bolita”. Sin embargo en su contenido y en su vivencia es algo muy sencillo que está en la raíz de la praxis sacramental de la Iglesia. Que somos sacerdotes quiere decir que podemos llevar a otros o incluso a las cosas a Dios, pero ¿cómo? Cuando transmito la fe a mis hijos, cuando la vivo en mi hogar, cuando con naturalidad no la escondo en mi lugar de trabajo y en mi vida social, cuando sin hacer alarde ni ostentación procuro comportarme de modo coherente con mi fe en el ámbito social, laboral o lúdico, en todos esos casos estoy transmitiendo mi fe con mi vida, estoy siendo sacerdote, estoy conduciendo a los demás a Dios. Cuando ofrezco mi labor cotidiana a Dios, llámese trabajo profesional o tareas del hogar, las estoy conduciendo a Él, y en la medida en que me esfuerzo por realizarlas bien, de modo competente, aquello contribuye a darle gloria a Dios y a reconciliar esas realidades con Él. 

Descubro que Dios mismo me ha querido en ese lugar para realizar esa tarea, para vivir ese sacerdocio; son parte de mi camino hacia Dios y de mi responsabilidad con la sociedad. Como no siempre es fácil y la presión ambiental nos empuja a olvidarnos de Dios o a tener una doble vida, Jesucristo mismo quiso dejarnos otro sacramento, que nos fortalezca para dar testimonio público de nuestra fe: la confirmación, que consolida esa huella de Cristo en el alma con una nueva efusión del Espíritu Santo, robusteciendo nuestro sacerdocio común.

¿En qué medida ayuda esto al sacerdote a comprender y realizar mejor su misión? Principalmente para entender cuál es el papel del laico, de la persona que no está consagrada. No ser consagrado no significa estar olvidado por Dios o no tener una misión. Es ser consciente de que la llamada a la santidad está anclada al bautismo, por el cual entramos a formar parte de la Iglesia y somos llamados a imitar a Cristo y a participar de su misión. El sacerdocio si acaso aumenta la responsabilidad de tender a esa santidad por el motivo de la ordenación y por ser un sacramento al servicio de la comunidad. Flaco favor le haríamos al sacerdocio queriendo “clericalizar a los laicos” o “laicizar al sacerdote”. Cada cual debe estar en su sitio, cumplir su función. Ambos participan de la misión de Cristo aunque de modo diverso y ambos deben buscar la santidad, por ser bautizados: el laico ordenando los asuntos temporales según Dios, el sacerdote entregado a su ministerio pastoral. Año sacerdotal no implica una “vuelta al clericalismo”, sino un “retorno a las raíces, una profundización en ellas”.