Suena a lo lejos la primera campanada, el primer disparo, las primeras pólvoras. Se suceden once tañidos más como despidiendo al pasado y abrazando el futuro. Es 31 de diciembre. Son las doce de la noche. Llegó el año nuevo. Por todas las latitudes de la tierra corren estallidos de alegría; en las calles se divisan ojos vivos, llenos de gozo. Los abrazos se multiplican, los corchos de las sidras salen disparados como queriendo compartir el júbilo; se entonan canciones, brotan las lágrimas…
Esos cristalillos de agua son, en gran medida, la expresión externa del sentir humano. Por qué no pensar en que existan personas que lloran ante la llegada del tiempo nuevo y sí en las que estallan de alegría y festejan con sidra. Llorar no dice relación exclusiva al sufrimiento, si bien muchas veces lo acompaña. Llorar es también signo de gratitud y quizá no haya forma más noble de manifestar el agradecimiento puro y sincero que nace del corazón.
¿Caben las lágrimas en año nuevo? Cómo no van a caber si son evidencia de que se reflexiona sobre la vida. Y reflexionar sobre la vida es considerar la posibilidad de no haberla tenido, de no haber llegado al final de otro ciclo. Reflexionar es detenerse un momento, incluso en el alba del primer día de enero, y proyectar en perspectiva el futuro.
Que en nuestro derredor más próximo esté completo el número de nuestros seres queridos no significa que no haya habido pérdidas para otros. Que nuestro país, que nuestra sociedad, por encima de carencias de otro tipo, esté en paz, sin guerras, sin pobreza extrema ni pandemias graves ya es mucho. Día a día, mueren decenas de seres humanos. Cada hombre tiene una historia familiar: una esposa que quizá le esperaba en casa (con aquella nostálgica espera propia de los enamorados), unos hijos que aguardan la llegada de «papá»... Mujeres que mueren dejando huérfanos a sus retoños; niños que fallecen, heredando ese gran dolor que sólo es capaz de entender una madre que llora, que siente su pérdida.
Cada soldado o civil asesinado en los países donde hay guerras o conflictos no eran islas sociales que de pronto aparecieron en el gran escenario del mundo como por generación espontánea. Cada misionero, cada católico que pasa dificultades de hambre en África, persecución en China o ejecuciones en los países musulmanes no floreció allí como por arte de magia. A cada cual le unen lazos de sangre a un núcleo, a un ambiente familiar. Quien tiene la experiencia de tener a un ser querido lejos, con la angustia que supone el no saber cómo se encuentra o, peor aún, sabiéndolo, sabe lo punzantes que son las situaciones para sus allegados. El caso se vuelve menos llevadero cuando hemos sido coprotagonistas de las pérdida de un ser querido, mas no es la vida el único don que puede suscitar la gratitud reflexiva hasta transformarla en lágrimas silenciosas. No es la vida en abstracto, de modo genérico, lo que suscita el agradecer. Es el hecho concreto de nuestra salud, de nuestro bienestar, de nuestros momentos de felicidad superpuestos a los de pesimismo y dolor. Caer en el riesgo de lamentarse por lo que se carece, por lo que se pudo haber alcanzado y no se logró, son actitudes derrotistas.
Valorar lo que se obtuvo, ponderar el esfuerzo, mirar hacia delante, son parte de esos talantes positivos que denotan aceptación y superación, que muestran un horizonte superable por encima de obstáculos múltiples. Es fácil hundirnos en los fracasos por eso es mejor pensar en los retos. Viéndolos desde otra perspectiva, los tropiezos se nos presentan como oportunidades de crecimiento y aprendizaje. «No importa caer mil veces cuando se ama la lucha y no la caída», dice un gran hombre de nuestros días, que bien puede ser el lema, el programa de vida para muchos de nosotros. Tenemos vida y mientras hay vida hay esperanza. Ya es el alba, el inicio de un nuevo año, ¿no está en nuestras manos hacerlo rendir y fructificar sin importarnos los tropiezos? Hay lágrimas que nos muestran lo valiosa que es la vida. Y sólo tenemos una como para desperdiciarla.