En cualquier empresa, los errores se pagan caros, incluso con la cárcel. Si a un empleado le descubren robando en su oficina, no sólo le ponen de patitas en la calle y le denuncian, sino que su nombre se borra de la historia de la compañía, como si nunca hubiera existido.
¿Qué decir de la política? El servicio público es una suerte de hipocresía continuada en la que los abrazos se trocan en cuchilladas, las alabanzas en calumnias y los paseos a hombros en un ácido olvido. La miseria de la condición humana también afecta a las artes, lo más sublime, en donde los laureles no siempre los lucen quienes objetivamente los merecen; hay muchos genios que se ven obligados a reconvertir su don como “negros” de escritores de relumbrón, en carteleras de cine de barrio, en melodías para anuncios de papel higiénico...
En la Iglesia podría suceder lo mismo. De hecho, no han sido pocos los “prudentes” que han querido sanear los terribles pecados de sus hermanos con un indigno manto de silencio que, al final, estamos pagando entre todos. Puede que en su temor a las reacciones del mundo, olvidaran aquella suma evangélica en la que Jesús aseguraba que la Verdad nos hará libres. Es decir, que ante el mal no caben medias tintas, una mentira piadosa, pretender escurrir el bulto... Ahora, a diferencia de las cuitas humanas, la Iglesia es esposa y cuerpo del mismo Cristo, por lo que la sostiene la más poderosa de las gracias: la presencia real y activa del Espíritu Santo, al que no se le puede engañar ni con la mejor de las voluntades.
Esta singularidad garantiza Su pervivencia hasta el final de los tiempos, a pesar del empeño de los periodistas que, en estos días de Semana Santa, se han disfrazado con los mantos de hipocresía de aquellos fariseos que condenaron a muerte a un hombre lleno de paz y mansedumbre, de quien les escandalizaba su poder para llevar salud y consuelo a sus semejantes.
Me conmueve ver, escuchar y leer a Benedicto XVI. Lo hace con autoridad, pero no con la de la realeza de su tiara sino con la del padre que responde de los abusos de sus hijos. Este Papa bueno y sabio, se responsabiliza de las miserias familiares, exige reparación por parte de todos sus miembros y clama para que todos (¡todos!) vivamos con mayor responsabilidad el compromiso al que nos obliga la marca indeleble del bautismo.