Antonietta Meo nació en Roma el 15 de diciembre de 1930. Muy pronto tuvo que sufrir lo indecible por culpa de un cáncer de huesos especialmente agresivo. No había cumplido 6 años cuando, el 25 de abril de 1936, le es amputada la pierna izquierda.
Con una pierna ortopédica pudo seguir yendo a la escuela, y se preparó con la ilusión propia de todos los niños a la primera comunión. Recibió a Jesús Eucaristía en la Navidad de 1936.
Los tres meses que la prepararon a ese gran día se desarrolló una curiosa aventura espiritual. Antonietta (en casa le llaman Nennolina) pide a su madre, Maria Ravaglioli, que le escriba algunas cartas, cartas dirigidas a Jesús, a Dios Padre, al Espíritu Santo, a la Trinidad, a la Virgen o, a algún santo. Su madre se pone a escribir lo que su hija le dicta. Cada noche pone las cartas debajo de una estatua del Niño Jesús, al pie de la cama: así las podrán leer sus destinatarios.
Una niña de seis años escribe a Dios, y le dice cosas tan sencillas y tan familiares como esta:
“Querido Dios Padre: ¡Dios! ¡Padre! ¡Padre...! ¡Qué bonito nombre...! ¡Querido Dios Padre...! Haz que pronto me cure para que este domingo pueda recibir el sacramento de la confesión. Querido Dios Padre: me gusta tanto este nombre, porque quiere decir padre de todo el mundo. Tú que eres el creador... manda el Espíritu Santo sobre todos nosotros. Querido Dios Padre, te quiero muchísimo” (22 de noviembre de 1936).
¿Qué puede sentir Dios al leer estar cartas? No lo sabemos, pero Nennolina hablaba con Él como puede haberlo cualquier niño con el mejor de sus amigos.
El cáncer no perdonaba. Después de recibir la confirmación, el 19 de mayo de 1937, los dolores se hacen más intensos. Antonietta avanza hacia la muerte en medio de una paz profunda y de un amor creciente hacia Jesús. El 12 de junio ingresan a la niña en el hospital, y tienen que extraerle líquido de los pulmones. Sufre mucho, pero no deja de sonreír. El 3 de julio de 1937 susurra sus últimas palabras: “Dios... mamá... papá...”. Y muere con una sonrisa.
Cuando se conoce la existencia de las cartas, hubo un sinfín de peticiones para que fuesen publicadas. Así pudimos descubrir cómo una niña, en medio de su dolor, hablaba con su Padre del cielo, con la ternura y con la confianza propia de quien se sabe amada con locura.
Antonietta, con su normalidad, con sus nervios, con sus caprichos (por los que pide sencillamente perdón en muchas cartas) nos invita a acoger el Reino nuevamente con ojos sencillos, como los niños, y a vivir con la ilusión apostólica que trasluce en sus escritos, siempre llenos de oraciones por quienes no conocen a Dios o viven lejos por culpa del pecado. “De los que son como los niños es el Reino de los cielos...” (cf. Mt 19,14).