Anunciar a Cristo es uno de los actos más hermosos que podemos realizar en la vida. Porque el corazón necesita comunicar un tesoro que vale para todos.
Es este uno de los temas expuestos en la “Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización” (3 de diciembre de 2007), preparada por la Congregación para la Doctrina de la fe y aprobada por el Papa Benedicto XVI.
Entre los importantes contenidos de esta Nota, queremos fijarnos ahora en la reflexión antropológica (nn. 4-8). Dejamos para un segundo momento, si Dios lo permite, comentar las implicaciones eclesiológicas (nn. 9-11) y ecuménicas (n. 12) de la evangelización.
Cada ser humano, desde su inteligencia y su voluntad, está orientado a buscar la vida verdadera. Sabemos que esa vida consiste precisamente en el conocimiento de Dios y de Jesucristo (cf. Jn 17,3, citado en el n. 4 de la Nota).
Pero la búsqueda de la verdad y del bien implica superar la tentación relativista, que en vez de liberar al hombre lo esclaviza y lo ata a lo efímero, a los caprichos del momento (Nota, n. 4). A la vez, sentimos la necesidad de abrirnos a los demás, a tantos compañeros de camino que ofrecen su ayuda de modo generoso para que podamos acceder a conocimientos de gran valor (Nota, n. 5, que cita la encíclica “Fides et ratio”, nn. 31-33).
Aquí encuentra su lugar la dimensión antropológica de la evangelización. El evangelizador busca ayudar a otros a encontrarse con la Verdad, con Jesucristo, lo cual es un gesto sumamente hermoso de solidaridad humana.
“Por lo tanto, estimular honestamente la inteligencia y la libertad de una persona hacia el encuentro con Cristo y su Evangelio no es una intromisión indebida, sino un ofrecimiento legítimo y un servicio que puede hacer más fecunda la relación entre los hombres” (Nota, n. 5).
Dar el Evangelio se convierte, además, en un beneficio no sólo para los destinatarios, sino también para los evangelizadores y para toda la Iglesia. El encuentro con las distintas culturas, recuerda la Nota (n. 6), enriquece la vida de los cristianos y de la Iglesia, como ocurrió en Pentecostés. El Evangelio, ciertamente, es independiente de todas las culturas, pero también “es capaz de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna” (Nota n. 6).
La Nota subraya aquí dos ideas. La primera se refiere a ese deseo propio de cada ser humano “de hacer que los demás participen de los propios bienes” (n. 7). No es correcto guardarse un tesoro para uno mismo: cada creyente siente un impulso interior, desde el amor, para “comunicar lo que se ha recibido gratuitamente” (n. 7). Porque, como se repite un poco más adelante, “los auténticos evangelizadores desean solamente dar gratuitamente lo que gratuitamente han recibido” (n. 8).
¿Cuál es el bien precioso que se transmite al evangelizar? Es el bien de la verdad, de la luz. Vivir sin Cristo es estar en las tinieblas, es vivir en la oscuridad. El encuentro con Cristo, en cambio, lleva al inicio de una nueva vida, permite “participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21, citado en la Nota, n. 7).
La segunda idea arranca de una reflexión sobre el “cómo” evangelizar. Leemos así al inicio del n. 8:
“La evangelización implica también el diálogo sincero que busca comprender las razones y los sentimientos de los otros. Al corazón del hombre, en efecto, no se accede sin gratuidad, caridad y diálogo, de modo que la palabra anunciada no sea solamente proferida sino adecuadamente testimoniada en el corazón de sus destinatarios. Eso exige tener en cuenta las esperanzas y los sufrimientos, las situaciones concretas de los destinatarios. Además, precisamente a través del diálogo, los hombres de buena voluntad abren más libremente el corazón y comparten sinceramente sus experiencias espirituales y religiosas. Ese compartir, característico de la verdadera amistad, es una ocasión valiosa para el testimonio y el anuncio cristiano”.
Existe, lo recuerda la Nota (n. 8), el peligro de desvirtuar el diálogo evangelizador por culpa del pecado, cuando uno cede al engaño, o desprecia la dignidad de los otros. Pero tal peligro puede ser superado si vivimos en el amor de Cristo que desea salvar a todos. Por eso los mártires, al dar su vida por evangelizar a otros seres humanos, “manifiestan al mundo la fuerza inerme y llena de amor por los hombres concedida a los que siguen a Cristo hasta la donación total de su existencia” (n. 8).
Anunciar a Cristo es, en resumen, uno de los gestos más hermosos que podemos realizar en la vida. Tal anuncio nace del reconocer el don que hemos recibido, y del amor solidario que nos lleva a trabajar para que muchos otros lleguen a descubrir, en la fe de la Iglesia, la gran verdad que el Padre nos ha ofrecido a través del Hijo en el Espíritu Santo: su Amor eterno y salvífico.