Los primeros cristianos fueron unos afortunados. ¡Qué “envidia santa” les tenemos! Son aquellos que conocieron y trataron personalmente a Cristo. O bien los que creyeron en él por el testimonio directo de Pedro o algún otro de los Doce Apóstoles o lo entrevieron a través de los múltiples discípulos del Señor que evangelizaron Palestina, Siria y llegaron hasta Roma... Muchos de ellos fueron discípulos directos de Pablo de Tarso. Pedro y Pablo cimentaron con su martirio la fe de los cristianos en la Roma imperial, hoy corazón de la Cristiandad.
En Antioquía de Siria se multiplicaron en tan gran número que la gente empezó a llamarlos “cristianos” por su fidelidad a la enseñanza de Jesucristo. Ese crecimiento llegó a tal punto que se calculan unos cinco millones los bautizados en el siglo IV. Y sigue hasta el día de hoy, como se informa al final de este texto.
Los primeros entendieron que la Resurrección del Señor, la Pascua, es la gozosa verdad clave de la fe cristiana -garantía de nuestra condición de hijos de Dios- y la celebraron en sus reuniones de acción de gracias o eucaristía. Ya en los tiempos apostólicos intuyeron que necesitaban prepararse para la gran fiesta de la Pascua y establecieron el viernes y el sábado anteriores, como días santos de oración y de ayuno. Viene a ser la “primera Cuaresma”, que mucho después se extendió a cuarenta días, en que nos unimos al Señor Jesús en los días en que oró largamente y ayunó en el desierto.
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No es extraño que la cristiandad actual se prepare durante la Cuaresma para celebrar con gozo la Pascua. Benedicto XVI se dirigió a nosotros el primer domingo de esta Cuaresma 2010. El miércoles pasado -nos dice-, con el rito penitencial de las cenizas, hemos comenzado la Cuaresma, tiempo de renovación espiritual que prepara para la celebración anual de la Pascua. Pero, ¿qué significa entrar en el camino cuaresmal? Nos lo ilustra el Evangelio de este primer domingo, con la narración de las tentaciones de Jesús en el desierto. El evangelista san Lucas cuenta que Jesús, tras haber recibido el bautismo de Juan, “lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días” (Lucas 4,1-2). Es evidente la insistencia en que las tentaciones no fueron un accidente de camino, sino la consecuencia de la opción de Jesús de seguir la misión, confiada por el Padre, de vivir plenamente su realidad de Hijo amado, que confía plenamente en Él. Jesús vino al mundo para liberarnos del pecado y de la fascinación ambigua de programar nuestra vida prescindiendo de Dios. Él no lo hizo con proclamaciones altisonantes, sino luchando en primera persona contra el Tentador, hasta la Cruz. Este ejemplo es válido para todos: podemos mejorar el mundo comenzando por nosotros mismos, cambiando, con la gracia de Dios, lo que no está bien en nuestra vida.
De las tres tentaciones de Satanás a Jesús, la primera tiene su origen en el hambre, es decir, en la necesidad material: “Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan”. Pero Jesús responde con la Sagrada Escritura: “El hombre no vive solamente de pan” (Lucas 4,3-4; cfr Deuteronomio 8,3). Después, el diablo muestra a Jesús todos los reinos de la tierra y dice: todo será tuyo si, postrándote me adoras. Es el engaño del poder, y Jesús desenmascara esta tentación y la rechaza: “Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto” (Lucas 4,5-8; cfr Deuteronomio 6,13). Por último, el Tentador propone a Jesús hacer un milagro espectacular: tirarse desde los altos muros del Templo y dejar que le salven los ángeles para que todos creyeran en Él. Pero Jesús responde que no hay que poner a Dios a prueba (cfr Deuteronomio 6,16). No podemos “hacer experimentos” con la respuesta y la manifestación de Dios: ¡tenemos que creer en Él!
La Cuaresma es como un largo “retiro” durante el que debemos volver a entrar en nosotros mismos y escuchar la voz de Dios, para vencer las tentaciones del Maligno y encontrar la verdad de nuestro ser. Podríamos decir que es un tiempo de “competición” espiritual que hay que vivir con Jesús, sin orgullo ni autosuficiencia, más bien utilizando las armas de la fe; es decir, la oración, la escucha de la Palabra de Dios y la penitencia. De este modo podremos celebrar verdaderamente la Pascua.
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Debemos dar gracias a Dios porque, a pesar de nosotros, crece el número de fieles católicos. Según muestra el Anuario Pontificio de 2010 el aumento de los católicos en el mundo es ligeramente superior al de la población mundial. El Anuario tiene en cuenta los datos relativos al año 2008, en el que los fieles bautizados pasaron de 1.147 millones a 1.166 millones, con un incremento absoluto de 19 millones de fieles: el 1,7%. La población mundial, en ese mismo año, ha pasado de 6,62 mil millones a 6,70 mil millones; por tanto, el porcentaje de católicos a nivel mundial ha aumentado ligeramente: del 17,33% al 17,40%.
Según el mismo Anuario, en el mundo aumenta en el 1% el número de sacerdotes. Los sacerdotes han aumentado globalmente en los últimos años: de 405.178 en 2000 a 409.166 en 2008. Aumenta también el número de seminaristas mayores: de 115.919 en 2007 a 117.024 en 2008.