Jesús nos exhorta: “Cuando vayas a rezar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido” (Mateo, 6,6). Este cuarto no es sólo un lugar material, sino un estado de ánimo, un lugar interior, “lo íntimo del corazón”:
“Y no pienses que se hable aquí de una habitación delimitada por cuatro paredes, en la que tu cuerpo pueda refugiarse; es también ese cuarto que está dentro de ti mismo, en el que están encerrados tus pensamientos y en el que moran tus afectos. Un cuarto que va siempre contigo y que siempre es secreto”[1].
Y en ese cuarto podemos entrar en cualquier momento, también durante la oración litúrgica. Pero tanto en público como en lo secreto, no hay mas que una forma de adorar al Padre en espíritu y en verdad: adorarlo unido a su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo, “venerando en silencio el secreto que nos trasciende”[2].
¿Qué es la interioridad, la intimidad? Es lo que le da consistencia a la personalidad, y que lleva la marca de los ideales de esa persona. Hablar de vida interior es poner de relieve que el hombre es un ser llamado a tomar conciencia de sí, a advertir la hondura de su propio ser y de las cosas en el transcurso del tiempo. La vida, en consecuencia, se nos presenta como un período que nos es concedido para alcanzar esa hondura y, por tanto, la vida tiene razón de ser, de tarea, y de una tarea que va hacia lo hondo, hacia lo profundo, hacia el interior del propio ser. Le amenaza así al hombre un riesgo: la superficialidad, el distraerse; el no ir a lo importante e irse buscando motivos que le impidan pensar.
San Josemaría Escrivá expresaba con fuerza esta llamada a la interioridad: “Distraerte. —¡Necesitarás distraerte!..., abriendo mucho tus ojos para que entren bien las imágenes de las cosas, o cerrándolos casi, por exigencia de tu miopía... ¡Ciérralos del todo!: ten vida interior” (Camino, n. 283).
Esa vida interior -que implica interioridad-, implica también encuentro con Dios. El punto de Camino no ha sido citado completo, más aún, en cierto modo deja en penumbra la punta hacia la que el texto mismo camina ”¡Ciérralos del todo!: ten vida interior, y verás, con color y relieve insospechados, las maravillas de un mundo mejor, de un mundo nuevo: y tratarás a Dios..., y conocerás tu miseria ..., y te endiosarás ... con un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres” La vida interior implica ir a lo hondo de uno mismo. Pero el cristiano, guiado por la fe, sabe que hay algo más que lo que encuentra en sí al ir a lo hondo, no es sólo su propio espíritu, sino a Dios, a ese Dios interior, del que habla San Agustín.
Meditar para el cristiano no es ir en busca de un absoluto impersonal, de un vacío, sino ir en busca de un Dios que es personal, distinto de nosotros mismos, que nos invita a responder y entrar en diálogo con El. Más concretamente, lo que la fe nos dice de ese Dios personal, es que es Trino, que es Dios vida, y vida trinitaria, que una eterna e incesante comunión entre tres personas, que haciéndose presente en nuestro espíritu nos invitan a entrar en comunión con ellos.
La vida interior en ese sentido no es tanto ir a lo hondo de uno mismo, aunque ciertamente implica interioridad –dice el Dr. José Luis Illanes-, sino un dejarse llevar por el Espíritu Santo que haciéndonos profundizar en la fe nos va haciendo tomar conciencia de la verdad de Cristo presente en nosotros y en Cristo nos hace entrar en comunión y diálogo con Dios.
La vida interior implica encuentro con Dios pero, al encontrar a Dios, reencontramos al mundo. Volvamos al núm. 283 de Camino: “y te endiosarás... con un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres”.
Dejarnos que Dios nos meta en El, pero ese Dios en quien nos metemos, es un Dios que es Amor. Un Dios que ama personalmente a cada persona y un Dios que por amor ha creado en el mundo no solo a nosotros sino al conjunto de los hombres; un Dios que nos ha situado a todos en ese mundo en el que vivimos, que quiere el despliegue de ese mundo con su historia, su progreso y con sus avatares para que en esa historia y en esos avatares podamos reconocerle a El, y responder con obras de amor. Dios es, en suma, un Dios que no aparta del mundo sino que lleva a reconocer el auténtico sentido del mundo, en cuanto expresión del amor divino. La doctrina del “endiosamiento” tendrá un fuerte desarrollo en escritos posteriores de San Josemaría.
La interioridad cristiana se alimenta de momentos de oración, de silencio, de quietud, pero aspira a ese invocar, no en un vacío, sino en presencia de Dios constante también. “Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar. Dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar” (En la tumba de Miguel de Unamuno).
La meta de ese proceso es una existencia vivida en actitud de fe, de esperanza y amor en las incidencias del vivir diario, en otras palabras, en llegar a ser contemplativos en medio del mundo –como decía San Josemaría Escrivá de Balaguer-, con todo lo que esa contemplación reclama de trato con Dios, de amor a quienes nos rodean, de responsabilidad ante los acontecimientos, en cuanto que son llamadas de Dios. Tener vida interior descubrir ese “algo divino” presente en las cosas de cada día.
Tener vida interior es vivir la personal existencia habiendo encontrado a Dios y profundizando día a día en ese encuentro. San Josemaría escribió en el punto 69 de Forja: “Lucha por conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior...”. En una reflexión sobre la Eucaristía se ha de recordar la locura de amor que implicó la cruz, se evoca el amor desmesurado con que Dios Padre entregó a su Hijo a la cruz, y el amor con el que Dios Hijo aceptó la muerte, por amor al Padre y por amor nuestro. En la Santa Misa Cristo, Jesús se hace presente en este tiempo, a fin de vivirlo con nosotros y de que nosotros lo vivamos con Él.
[1] San Ambrosio, Caín y Abel, I, 9,38: CSEL 32, 1, p. 372.
[2] Dionisio Areopagita, Jerarquía celestial, XV, 9: PG 3, 340B.