El mal se nos presenta como un misterio. El hambre de niños inocentes, la derrota de pueblos indefensos ante invasores despiadados, la traición en la vida matrimonial de quien parecía bueno, el fraude del amigo que toma el dinero de un préstamo y nos deja en una situación desesperada, esa enfermedad que inicia precisamente cuando acabamos de lograr un trabajo...
Ante tantos males nace espontánea una actitud de rebeldía. ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a estas personas? Buscamos un responsable, alguien a quien acusar. Buscamos, además, caminos para evitar males futuros, para mejorar la justicia humana, para romper con cadenas de miseria que humillan a millones de personas de lejos y de cerca.
A veces dirigimos la pregunta a Dios. Nos sorprende con su silencio, con su paciencia. Nos sorprende, sobre todo, con su manera misteriosa de esperar, o con esa fuerza que da a los débiles para superar la prueba, a los pobres para mantener encendida su lámpara, a los enfermos para ofrecer una sonrisa en medio de dolores que no llegamos a percibir en toda su crudeza.
Nos sorprende en el misterio de la Cruz de Cristo. El silencio del Gólgota se hace denso, impenetrable. Las tinieblas que a esa hora envuelven los corazones hacen difícil encontrar un porqué a las burlas, a la derrota, a la agonía del Maestro.
Juan Pablo II, en su “último libro” (“Memoria e identidad”), quiso afrontó este misterio, ese mal que llena de lágrimas la historia humana.
Tras haber reflexionado sobre los horrores del nacismo, sobre aquel mal inmenso que afligió a millones de personas, el Papa expone su juicio sobre otro sistema político que dejó ríos de sangre y de injusticias tras sus huellas: el comunismo. ¿Cuánto iba a durar? La pregunta ya se encontraba en el corazón de Karol Wojtyla muchos años antes de ser Papa. Entonces, según dice en “Memoria e identidad”, se respondía a sí mismo:
“Lo que venía a la mente es que aquel mal fuera de algún modo necesario al mundo y al hombre. Sucede, de hecho, que en ciertas situaciones concretas de la existencia humana el mal se revela en alguna medida útil -útil en tanto en cuanto crea ocasiones para el bien-”.
El mal, entonces, puede convertirse en una ocasión de bien... ¿También para mí? ¿También ahora? ¿También en esta enfermedad, ante esta traición, ante un familiar que me ha privado de la herencia, ante un estafador que se ha quedado con buena parte de los ahorros de la familia?
La herida sigue abierta. El mal parece morder con energía inusitada. Pero queda dentro de cada uno, en cada corazón inquieto, una voz que susurra: no todo está perdido, quizá ahora empieza algo nuevo...
El Calvario no es la última palabra de la historia, ni es la victoria “definitiva” del pecado. Desde la cruz brota la sangre que redime, el agua que limpia la miserias más profundas. La tumba quedará vacía, y la muerte, el mal supremo de la existencia humana, sufrirá entonces su máxima derrota...