Si prometo algo malo no estoy obligado a cumplirlo. Simplemente, me equivoqué, o me dejé llevar por la pasión, o quise parecer seguro para ganarme la confianza de otros, o estaba convencido de que era bueno lo que en realidad no lo era. Por lo mismo, tengo la obligación de arrepentirme, de reconocer mi error, de cambiar de ruta, de romper con esa mala promesa.
Pero si prometo algo bueno, algo justo, algo que merece ser respetado, ¿por qué tengo que cumplir lo prometido? La respuesta puede parecer fácil: porque lo prometí, pero sobre todo porque prometí algo bueno.
En realidad, la experiencia de la vida nos muestra qué fácil es romper las promesas. Un hombre y una mujer se prometieron, en matrimonio, amor hasta la muerte. A los pocos meses ya estaban separados. Un médico prometió no aceptar nunca sobornos de compañías farmacéuticas. No había pasado un año y ya tenía entre sus manos un buen “premio” porque se había comprometido a recetar a la gente ciertas pastillas. Un político prometió inversiones para mejorar la agricultura y para que los precios de los alimentos básicos fueran bajos. Dos años después no había hecho absolutamente nada de lo prometido, sino todo lo contrario.
En esos y en tantos otros ejemplos, las promesas eran buenas. Surge entonces la duda acerca de la sinceridad de quien las hizo: resulta muy fácil prometer maravillas simplemente para engañar a los ingenuos. Pero en muchas ocasiones las promesas fueron buenas y sinceras. Entonces, ¿por qué no se cumplieron?
En muchos casos, las promesas quedan incumplidas porque, en verdad, no es fácil mantenerse fieles a lo bueno. La vida está llena de insidias. El esposo soñaba en amar hasta la muerte a su esposa, pero nunca había sospechado que encontraría a aquella persona que le llevó a la ceguera pasional. El amigo se sentía fuerte cuando prometió ayuda a su vecino enfermo para limpiarle la casa, pero al final uno se cansa y prefiere invertir más tiempo en ver la televisión o en navegar en los espacios inmensos de internet. El abogado quería, y prometió, defender a los buenos y nunca pactar con los malos. Pero al ver tantos billetes y tan fáciles…
Mil insidias y tentaciones nos apartan de las promesas buenas. Basta un capricho fugaz para arruinar un pacto de fidelidad, o una carrera profesional realmente hermosa.
En casi todos esos incumplimientos, si vamos más a fondo, se esconde un mal profundo: haber olvidado lo grande y lo bello de la fidelidad, de los valores perseguidos en las promesas buenas, del amor maravilloso que hay que cultivar hacia tantas personas que esperan nuestra fidelidad, nuestra constancia, nuestra conducta íntegra.
Por eso, el camino mejor para mantenernos en las promesas buenas consiste en caldear los corazones en el amor a la justicia, a la lealtad, a las amistades sanas, a los ojos que merecen nuestro amor. Desde esos amores, recibiremos energías, en primer lugar, para superar tentaciones miserables; pero, sobre todo, para vivir las promesas no como si nos atasen con cadenas pesadas, si como un camino para ser, auténticamente, hombres y mujeres generosos, llenos de alegría, de esperanza, de nobleza de alma.