Para algunos, el día de su elección, los defectos hallaron un modelo concreto en quién encarnarse. Dijeron que era un Cardenal conservador y que, como Papa, no se esperaría menos. Y ha sido cierto. Él, como todos los Papas, es custodio de la verdad, de la única verdad que jamás cambia: la fe. Verdad que, a través de los tiempos, ha permanecido radiante y luminosa, gracias al Primado petrino que la ha conservado, mantenido e impulsado.
Dijeron que era un «intelectual» (como si reconocer los dones del prójimo fuese un insulto), y lo es. Menos mal que lo es, que para guiar esa gran «barca», la Iglesia universal, hace falta mucha inteligencia. Pero no sólo posee una mente brillante, también hemos sido testigos de de su talante humilde, de su doctrina llana sin detrimento de la hondura eminente, de la cercanía con su grey, de su estatura espiritual y humana. Es un hombre, más que de libros, de oración, de intensa vida interior y de sentimientos profundos. Sus reflexiones no son el resultado de un discurrir exclusivo con la razón, sino fruto del diálogo con el Maestro.
Dijeron que era anciano, que tras el Pontificado del Papa Magno, serían un Pontífice de transición. Y tenían razón y la tendrán todos los que concluyan en semejante corolario. Es un Vicario de Cristo de transición como lo han sido todos los Sumos Pontífices. Hasta donde se sabe, ninguno ha pensado quedarse en la silla de Pedro hasta la parusía. Y de lo de viejo… a juzgar por la jornada mundial de la juventud de Colonia (¿en Alemania?, sí, ¡en Alemania!), los jóvenes hicieron un contacto natural, avasallador e inmediato, con un hombre que ronda los ochenta años que no deja de sorprender.
Dijeron también que su lenguaje sería elevado, que no «engancharía» con las masas… ¡oh, decepción! Así respondía a Andrés, uno de los más de cien mil niños que hicieron la primera comunión y que tuvieron un encuentro con él, en octubre de 2005, cuando le preguntó por qué no veía a Jesús en la Eucaristía: «…no vemos nuestra razón y, sin embargo, tenemos la razón. No vemos nuestra inteligencia, y la tenemos (…) No vemos la electricidad, la corriente, pero vemos la luz (...) Tampoco vemos con nuestros ojos al Señor resucitado, pero vemos que donde está Jesús, los hombres cambian, se hacen mejores (…) No vemos al Señor mismo, pero vemos sus efectos; así podemos comprender que Jesús está presente».
Y ese modesto hombre de Dios del que han dicho tantas cosas, ha ofrecido su vida al servicio de la humanidad. No ha cesado de hablar con la fuerza de su palabra arrolladora ni ha renunciado a decir verdades pues sabe que la verdad nos hace libres, que la verdad libera al hombre, que lo transforma, que lo encamina necesariamente a la Verdad última que es Dios. Su vida es servicio y servir es un don, una exigencia para el católico. Un don privilegiado que manifiesta que «Dios es amor», como nos recordó en su primera encíclica.
Servir es alzar la voz en nombre de los débiles y oprimidos; es reclamar la libertad religiosa pues «si no se teme a la verdad no se puede temer a la libertad». Servir que es devolver al hombre su dignidad, mostrarle su valor y recordarle sus principios. Servir es proclamar la exigencia, la necesidad, de la paz; servir es abogar por los pobres y es encaminar a los cristianos a la unidad cada vez más apremiante.
Ya va para un año de pontificado. De pontificado fecundo que, en la Iglesia, sólo se entiende como disposición y renuncia a sí mismo. Las falacias, sofismas y prejuicios, aquellos «decires aventurados», seguirán cayendo por sí solos. ¡Salve, Benedicto!