Se termina un año y comienza otro nuevo. Somos más conscientes de la fugacidad del tiempo. El ayer quedó atrás para siempre, el mañana será muy pronto otro ayer y no sabemos a ciencia cierta si llegará para nosotros. Sólo el hoy y el ahora es lo único que realmente poseemos.
Recuerdo que cuando daba clases en un Centro Escolar me percaté, con cierto asombro, que uno de mis antiguos alumnos de la Primaria ya había pasado a Primero de Secundaria. Espontáneamente me salió comentarle:
-¡Qué poco tiempo hace que estabas en Primero de Primaria! ¿Recuerdas que, en ese entonces, me decías que lo que más te gustaba era correr y correr por las canchas de futbol rápido?
Con cara de sorpresa, me respondió:
-¡Uy, profesor, pues a mí el llegar por fin a la Secundaria, me ha parecido una eternidad!
Comentan los médicos que la percepción del transcurrir del tiempo, por el cambio hormonal de cada persona, es diferente entre el que experimenta un niño al de un hombre mayor.
Pienso que todos nos acordamos de esas vacaciones cuando estábamos en el kínder o de los primeros años de la Primaria que, en efecto, nos parecían “eternas” y planeábamos realizar infinidad de cosas.
En cambio, con el paso de las décadas, paulatinamente vamos sintiendo que el tiempo se acorta y avanza más de prisa.
Recuerdo lo que me decía un amigo que ya cumplió los 70 años:
-Al principio, comienzas a sentir que las semanas se deslizan como cuchillo sobre la blanda mantequilla, ¡casi ni las sientes! Después observas que los cambios de estación llegan más pronto de lo que esperabas y, finalmente a mi edad, tienes la impresión que las décadas son equivalentes –en tiempo- a uno o dos años.
Por otra parte, es innegable que contemplando las cosas con objetividad, los relojes y cronómetros marcan exactamente y con precisión ese transcurrir del tiempo. Ante esa realidad no caben las meras sensaciones subjetivas.
A muchos poetas y artistas les ha impactado este hecho. Nuestro Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz confesaba en uno de sus poemas que le impresionaba “ese tiempo que devora los rostros”. El literato, Jorge Manrique, inspirado en la Biblia, comentaba que “nuestras vidas son como ríos que van a dar a la mar”. De igual forma, el poeta Rubén Darío escribía aquellos célebres versos: “Juventud, divino tesoro, que te vas para no volver…”.
Cuando los humanos constatamos ese trascurrir del tiempo, sin pausa ni tregua alguna, caben dos tipos de reacciones: la primera, ponerse trágicos, melancólicos del tiempo pasado y concluir que con la muerte sobrevendrá la aniquilación total de la persona. La segunda, la cristiana, es pensar que cada día que pasa nos acercamos un poco más a la Vida Eterna, a nuestro Destino Definitivo.
Me ha tocado presenciar casos de personas que por tener un equivocado sentido de su existencia y de la muerte, caen en verdaderas neurosis, perdiendo el sentido último de sus vidas y llenándose de amargura y pesimismo.
Y también casos de muchos santos, a través de la historia de la Iglesia, que anhelaban su encuentro definitivo con el Señor. Ahora recuerdo a San Pablo, quien con verdadero amor, escribía: “Mi vivir es Cristo”. Y reflexionaba considerando que si Dios le concedía muchos años para continuar predicando el Evangelio, eso le llenaba de gozo. Pero, también decía que si el Señor decidía llevárselo a su Presencia, lo consideraba como una ganancia, así lograr un deseo largamente esperado: ver cara a cara la faz de Cristo en la Eternidad.
En lo personal, hay un par de frases de este Apóstol de los Gentiles, que siempre me han removido: “La caridad de Cristo nos urge” y “¡El tiempo es breve!”. Y éstas las escribía, no para asustarnos con el tema de la muerte, sino para movernos a los cristianos a saber aprovechar el tiempo que se nos escapa cotidianamente de las manos.
Pero aprovecharlo, ¿de qué modo? En primer lugar, cumpliendo responsablemente con los deberes del propio estado. Exprimiendo minuto a minuto ese horario de trabajo laboral, de tal forma que realicemos nuestros quehaceres con eficacia y perfección, dentro de nuestras naturales limitaciones.
En segundo lugar, dedicando el tiempo necesario para la convivencia y necesaria atención hacia la esposa y la familia. El más importante trabajo que puede tener un padre o una madre de familia es educar adecuadamente a sus hijos, porque los buenos ejemplos y las virtudes que bien se siembran, jamás se olvidan.
En tercer lugar se encuentra nuestro interés por ayudar a los demás: auxiliándoles con obras materiales o de caridad, o bien, con nuestro oportuno consejo y orientación. Cuando hay verdadero interés por ayudar a los amigos (acerca de su trabajo o sobre su vida familiar, por ejemplo), siempre podemos hacernos un espacio en la agenda en medio de nuestras múltiples ocupaciones. Sin olvidar, que la principal ayuda que le podemos brindar a un amigo es acercarlo a Dios, para que pueda participar también de esa Felicidad Eterna del Cielo.
Pero tiene un lugar prioritario en nuestro tiempo, el dedicado a tratar a Dios, a rezar y a procurar tener una conversación diaria, confiada e íntima con el Señor, como de un hijo que habla con su Padre y Amigo (con mayúscula) y que sabe que es escuchado con inmenso cariño.
Me resulta inolvidable el recuerdo de aquel abogado, que rondaba los 80 años, que después de una brillante trayectoria como profesionista, decidió trabajar gratuitamente, ofreciendo sus servicios en la Mitra del Arzobispado y, además de dar su asesoría jurídica, procuraba ayudar a que muchos jóvenes esposos que tenían dificultades, fricciones y roces, para que se reconciliaran y evitaran separarse o divorciarse.
Así estuvo trabajando por muchos años. Cuando le preguntaba cómo iba en su labor como reconciliador entre los cónyuges, invariablemente me respondía:
-Pienso trabajar en la Mitra por todos los años en que Dios me dé de vida y salud. Porque tengo la ilusión de llegar al Cielo con “los morrales bien llenos de buenas obras”.
Con este caso edificante, pienso que al finalizar este año podemos, por ejemplo, sacar alguno de estos propósitos concretos: este próximo año procuraré aprovecharlo mejor para tratar más a Dios, para trabajar con mayor eficiencia, para ser mejor padre de familia, mejor esposo, para realizar más obras en servicio de los demás, para estudiar esta especialidad o maestría.
Nos puede servir de inspiración, aquella frase que tanto le gustaba repetir al Papa Juan Pablo II: “Siempre podemos dar un ‘plus’, un añadido, un esfuerzo adicional por mejorar y superarnos como personas”.