Cuenta un sacerdote que desayunaba en una cafetería de Roma cuando se le acercó una muchacha japonesa y, en un francés tartamudeante, le preguntó a bocajarro: ¿Podría explicarme quién es la Virgen María? Sus palabras le sorprendieron tanto que sólo pudo responder: ¿por qué me lo pregunta? Y explico: Es que ayer oí rezar por primera vez el Avemaría, y no sé por qué me he pasado la noche llorando. Entonces le expliqué que también yo necesitaría pasarme llorando muchas noches para poder responder a esa pregunta. Y, como única respuesta, repitió a la muchacha unos párrafos del libro de Bernanos, que sabía de memoria:
Es la madre del género humano... El mundo anterior a la gracia la acunó largo tiempo en su corazón desolado –siglos y más siglos- en la espera oscura, incomprensible de una “virgo genitrix”. Durante siglos y siglos protegió con sus viejas manos cargadas de crímenes, a la pequeña doncella maravillosa cuyo nombre ni siquiera sabía... La Virgen santa no tuvo triunfos ni milagros. Su Hijo no permitió que la gloria humana la rozara siquiera. Nadie ha vivido, ha sufrido y ha muerto con tanta sencillez y en una ignorancia tan profunda de su propia dignidad que, sin embargo, la pone muy por encima de los ángeles. Ella nació también sin pecado... ¡qué extraña soledad! Un arroyuelo tan puro y tan límpido, que ella no pudo ver reflejada en él su propia imagen, hecha para la sola alegría del Padre santo —¡oh, soledad sagrada! —. Los antiguos demonios familiares del hombre
Contemplan desde lejos a esta criatura maravillosa que está fuera de su alcance, invulnerable y desarmada. La Virgen es la inocencia. Su mirada es la única verdaderamente infantil, la única de niño que se ha dignado fijarse jamás en nuestra vergüenza y en nuestra desgracia... Ella es más joven que el pecado, más joven que la raza de la que ella es originaria y, aunque Madre por la gracia, Madre de las gracias, es la más joven del género humano.
Efectivamente, es un misterio que invita más a llorar de alegría que a hablar. En la vida de todo ser humano hay un secreto. La mayoría muere sin llegar a descubrirlo. Muchos mueren sin incluso llegar a sospechar que ese secreto exista. La mayoría de los que logran descubrir ese secreto lo hacen lentamente, excavando en sus almas. Dietrich von Hildebrand escribe: “Que Cristo nos ama es el secreto, el secreto más íntimo de cada alma”.
El ángel Gabriel le da la clave a María: has hallado gracia delante de Dios. Mira, vas a concebir y a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo. ¡En sus entrañas iba a nacer el Esperado! Lo que el ángel anunciaba era mucho más de lo que se hubiera atrevido a imaginar. No era acercarse a la zarza ardiendo de Dios, era llevar la llamarada dentro. María encontró su vocación y comprendió que su pequeña vida había dejado de pertenecerle.
Desde entonces, María se convierte en Madre e intercesora del género humano. No está de más recordar aquellas palabras de Jesús a María, reveladas a Santa Brígida: “A todos los que por tu amor me pidan alguna gracia, aunque sean pecadores, se la otorgaré, con tal que tengan voluntad de enmendarse”.
Dice Scott Hahn: “Si quienes juzgan si la gente ha entendido, bien el evangelio en su esencia, descubre hasta qué punto tienen a Dios como Padre... y a María como madre” .
Un autor francés, San Luis María Grignon de Montfort, escribió: Dios Padre reunió en un depósito todas las aguas, y las llamó mar, y reunió en otro depósito todas las Gracias y todas las bendiciones y las llamó María.
Para la naturaleza humana el Verbo se hizo Carne, asociando a Su Naturaleza Divina la humana, en la persona de Cristo. La naturaleza humana mortalmente herida, caída bajo la tiranía de Satanás, fue liberada y sublimada. Le fue restituida la primitiva dignidad, brutalmente pisoteada y destruida con el engaño: "Si coméis de este fruto, os haréis semejantes a Dios".
Pero Satanás tiene todavía otra razón para odiar a la naturaleza humana, una razón de envidia y celos. De la naturaleza humana surgiría una criatura, la más bella flor del Cielo y de la tierra, "Humilde y alta más que criatura", ningún ser la podrá igualar. Objeto de las complacencias divinas, Ella no conoció nunca, ni siquiera por un solo instante, la esclavitud de Satanás. Satanás no puede mirarla, no puede pensar en Ella sin ser por ello turbado desesperadamente, sin sufrir como a ninguno de nosotros nos es dado poder comprender.
San Alfonso decía: Ante Dios los ruegos de los santos son ruegos de amigos, pero los ruegos de María son ruegos de Madre.