Hablar mal de otros es sumamente fácil. Basta con poner en la mira a un personaje de la vida política, económica, deportiva, cultural, religiosa, y lanzar palabras acusatorias, normalmente adecuadas a cada ámbito.
Imaginemos, por ejemplo, que se trata de hablar mal de un banquero. El detractor supondrá que tiene las cuentas sucias, que roba, que engaña. Como maneja dinero, las críticas irán a otros ámbitos: seguramente el banquero se permitirá una vida licenciosa, será infiel a su esposa, engañará a sus amigos, sobornará a los políticos. Además, el mundo de las financias está lleno de personas que pertenecen a sociedades secretas. ¿Será un masón o miembro de otra organización más o menos secreta?
Las sospechas se suceden con facilidad. Si, además, ya ha habido alguna noticia o insinuación en la prensa sobre la persona en cuestión, todo está claro y “probado”: las acusaciones tienen un soporte seguro, el amigo de las críticas crece en su aplomo a la hora de atacar una y otra vez al banquero declarado ladrón.
El mecanismo que lleva a hablar mal parece, por lo tanto, muy sencillo, fácil, asequible a la gran mayoría de la gente. Pueden hablar mal casi todos: un joven de sus profesores universitarios; un trabajador de sus jefes o de sus compañeros; un político de los políticos del otro partido o de algún colaborador al que hay que tumbar para “ascender”; un periodista de sus directores o de otras personas; un futbolista de su entrenador (o del entrenador del equipo contrincante); una persona cualquiera de las personas de otras razas, o de otras nacionalidades, o de otras culturas, o de otras religiones.
Detrás de todos los ataques verbales se esconde un mecanismo psicológico que muestra cómo la violencia de las palabras tiene una base muy frágil. Porque una antipatía, o una actitud hostil, o el miedo a la competencia, o la sospecha patológica, son suficientes para lanzar críticas envenenadas, pero no para mejorar como personas, para respetar la justicia, para conocer los hechos tal como ocurrieron, para defender a los inocentes y acusar a los verdaderos culpables.
La fragilidad de la base no destruye lo fácil que resulta hablar mal de otros. La sociedad permite muchos modos y situaciones que llevan a formular juicios, ofrecer opiniones, redactar textos de ataque. El mundo de internet facilita aún más las críticas gracias al anonimato (no siempre bien garantizado) en el que se amparan muchos para lanzar críticas despiadadas o incluso calumnias sumamente injustas.
Es, por lo tanto, fácil, muy fácil, hablar mal. Más fácil que robar, precisamente porque existen pocos mecanismos para perseguir las mentiras, y porque en algunos ambientes se ha exaltado hasta el absurdo la “libertad de expresión”, como una especie de patente para decir todo tipo de falsedades, difamaciones y calumnias.
Lo que no resulta tan fácil es sanar las raíces que llevan a críticas mordaces, a despellejar al prójimo con palabras despiadadas. Si al menos abriésemos los ojos al daño que puede provocar en los criticados las palabras que formulamos contra ellos; si pudiéramos sospechar que hay críticas capaces de destruir vidas frágiles, de desintegrar matrimonios, de provocar depresiones... quizá pensaríamos dos veces las cosas antes de lanzar acusaciones gratuitas o calumnias despiadadas.
Desde un grito del alma, santa Faustina Kowalska explicaba cómo “en la lengua está la vida, pero también la muerte. Y a veces con la lengua asesinamos, cometemos auténticos homicidios” (Diario n. 119).
Por eso Santiago, en su carta, advertía a los primeros cristianos sobre los peligros de la lengua: “en cambio ningún hombre ha podido domar la lengua; es un mal turbulento; está llena de veneno mortífero. Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios; de una misma boca proceden la bendición y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe ser así” (St 3,8-10).
Hay que reconocerlo: resulta muy fácil hablar mal, porque también resulta muy fácil albergar rencores, promover sospechas, ahogarse en envidias, lanzar ataques llenos de rabia y de cobardía a los cercanos o a los lejanos.
Ante el grave riesgo de pecar gravemente con la lengua hasta el punto de destruir la fama de inocentes, podemos dirigir una oración humilde a Dios para que limpie nuestro corazón, para que nos haga misericordiosos.
Así será posible reconocer, con humildad y con justicia, que sólo Dios sabe lo que hay en el interior de cada hombre, y que los demás deben ser tratados con el amor y el respeto que merecen en cuanto creaturas y compañeros de camino en el viaje común que nos lleva, si somos buenos, al encuentro eterno con un Dios que ama a todos.