Sin convicciones morales comunes
las instituciones no pueden durar ni surtir efecto”
Joseph Ratzinger
Aunque se intente negar pertinazmente, la política y la moral están estrechamente emparentadas: basta echar una ojeada a la agenda política del país para darse cuenta, las leyes que se discuten en los Congresos locales y federal están cargadas de consecuencias éticas.
Olvidar sistemáticamente la moral al elaborar leyes entraña por lo menos una falta de coherencia: me extraño de las rupturas matrimoniales, pero facilito al máximo el divorcio; quiero promover la dignidad de la mujer, pero permito que proliferen establecimientos donde la “mercancía” ofrecida es femenina; quiero que mis políticos sean honestos, pero no me preocupo de que sean coherentes en su vida personal, y un largo etc. Es preocupante que vaya cristalizando la opinión de que los políticos deben hacer caso omiso a sus convicciones personales a la hora de hacer política, con pretexto de imparcialidad y de servicio a la nación y no a sus propios intereses. De esta forma únicamente se fomenta que lleguen al poder personas sin escrúpulos ni principios morales, capaces de vender a su madre si así lo exigen las masas. Si no miro a los principios de los políticos y a su integridad, ¿en qué podré basar la decisión de votar por ellos?, si carecen de principios y de línea de pensamiento, ¿para qué sirven? Precisamente por encarnar unos principios y convicciones pueden o no representarme y es conforme a eso que los elegimos o no.
En ocasiones se escamotea la cuestión argumentando que se trata, por ejemplo, de asuntos de salud pública. Sin embargo, toda asunto humano –y la política por fuerza lo es- posee una dimensión ética: Si soy médico y realizo una operación, aquello sin duda tiene un aspecto técnico, hace referencia a la salud; pero lleva aneja una perspectiva moral: si realizo bien o mal la operación, si cobro lo justo, si era necesaria o se podía evitar y no lo dije para obtener una ganancia, si forcé una cesárea para ganar más dinero y atenderla cómodamente en lugar de un parto natural, y un largo etc. Tan es “salud pública” repartir condones como fomentar la fidelidad matrimonial, la cuestión es ver cuál es la “solución” más acorde a la dignidad humana.
Fue Maquiavelo, en plena efervescencia del Renacimiento, quien teorizó el divorcio entre moral y política: al observar la astucia de Fernando el Católico, puso las bases para que un político pudiera mantenerse en el poder; fue el “místico del poder” en una profesión clásicamente orientada al servicio; a partir de ese momento el interés del político es mantenerse en la cumbre, socavar toda oposición y ello implica prescindir a nivel personal de cualquier norma moral. El pensamiento clásico -Platón, Aristóteles, San Agustín- concibe de modo inverso la naturaleza de la política: fuertemente emparentada con la moral, ambas se identifican en la persona del político que debe desarrollar la virtud de la prudencia, habilidad que le permite tomar decisiones en orden al bien común. Aristóteles nota además que la corrupción de la prudencia es la astucia o sagacidad, mientras que la primera se orienta al bien verdadero del individuo y la sociedad, la segunda es sólo la capacidad de la razón práctica para elegir aquello que va en provecho personal ¿suena familiar? San Agustín va más allá: al estudiar la causa de la caída del Imperio Romano concluye que es su relajamiento moral, el haber perdido los valores que hicieron posible su surgimiento; de la misma forma las sociedades decaen cuando el relajamiento moral se generaliza y se carece en consecuencia de la energía necesaria para proyectarse adelante; una juventud corrompida no puede generar un país pujante, porque nadie da lo que no tiene. Ignorar la dimensión didáctica de la ley –tan claramente expresada por Platón- supone desconocer la naturaleza de las personas y una culpable irresponsabilidad por parte del legislador: “la ciudades son como sus leyes”.
A veces el temor a contristar, la cobardía de perder popularidad, la falta de horizontes amplios en la propia actuación, pueden hacer vacilar al político a la hora de proponer planes y leyes no sólo buenas, sino necesarias para la sociedad; si eso es así se debe a su falta de coherencia personal, es por ello que hoy más que nunca urgen políticos cabales, personas de una pieza capaces de tomar las decisiones pertinentes para proyectar el país hacia delante, decisiones que no pueden prescindir en su génesis de la dimensión moral. La moral –en contra de la opinión generalizada- si reditúa y a largo plazo es la única herramienta que permite garantizar la estabilidad de las instituciones, por ello es deseable que nuestros políticos aprendan la lección, y que aquellos que los elegimos, tomemos en cuenta no sólo el ideario del político, sino también sus condiciones personales, el que por su coherencia de vida sean capaces de realizarlo.