“Mira, ese es el árbol del que te hablé. Muy cerca de aquí nos conocimos y en el tronco del árbol gravó con su navaja un corazón y nuestros nombres. Aquí pasamos momentos felices e interminables. Aquí contemplábamos los atardeceres y donde él me declaró su amor… ¡jamás pensé que aquello pudiera terminar! Fue aquí también donde me dijo, con lágrimas en los ojos, que lo nuestro había terminado… Todo ello son recuerdos imborrables para mí…, y pensar que desde entonces ya ha pasado una semana…!”.
Esta historieta la leí en la tira cómica de un periódico hace años y pienso que refleja estupendamente las angustias de amor de los adolescentes. Pero de alguna forma también me hace pensar en otra realidad nada positiva: Jóvenes y menos jóvenes hemos perdido el interés por la historia… ¡por nuestra historia! y limitamos nuestros afectos a lo próximo, a lo inmediato, a lo que ha sucedido apenas unos días. La historia de nuestro pueblo o de nuestros antepasados no nos importa, “esos son temas aburridos e inútiles”, afirman algunos.
Pienso que buena parte de la crisis del hombre actual es no tener historia. Esta afirmación aunque no es del todo exacta, ni absoluta, hace referencia a algo muy grave: la terrible pobreza del ser humano del siglo XXI es desconocer sus orígenes.
De vez en cuando suelo cuestionar a los niños sobre el trabajo de sus papás y con frecuencia la respuesta es muy vaga: “trabaja en una fábrica” me dicen unos; “trabaja en una oficina” responden otros, y cuando les pregunto: Pero… ¿Qué hace? La respuesta más común es: “No sé”. Para empezar nos topamos con una realidad negativa: La falta de diálogo entre padres e hijos. Pero esto no sólo es un problema ocasionado por la carencia de tiempo para establecer dicha comunicación, sino que además, en muchos casos, va incluida la falta de entusiasmo por el trabajo en sí, y esto sucede cuando se le considera como algo que no merece ser contado a los hijos. Esta forma de relacionarse con las labores personales es sumamente infortunada pues, algunos ven al trabajo como un mal necesario. “Aquí chambeando… ¿qué le vamos a hacer?”. Nos conviene recordar que, la forma de apreciar nuestras labores se la trasmitimos a los que viene detrás casi sin darnos cuenta.
Otro ejemplo que refleja la devaluación humana es la falta de sentido histórico en las familias, pues son pocas las que se interesan en conocer quiénes fueron sus antepasados, e incluso, podemos llegar a menospreciar las fotos y objetos antiguos como cosas “inútiles”. Es más, son pocos los que tienen claro cómo se conocieron y se enamoraron sus padres y, al no saberlo, ignoran el origen de sus orígenes. Es decir, saben muy poco de sí mismos y eso también empobrece.
Hoy, cuando tanto se habla de la autoestima como apoyo para una personalidad equilibrada, nos encontramos tan preocupados por lo inmediatamente presente que parece que no tuviéramos un origen, como si nos hubieran arrojado de una nave espacial unos extraterrestres; como si fuéramos niños expósitos abandonados en una cesta junto a la puerta de una familia X, para que nos cuidaran y nos dieran educación; como desheredados; como pollos fecundados en granja industrial y encubados mecánicamente en una planta productora de aves: sin padre y sin madre sin abuelos, sin familia y, por si fuera poco, aquí entra otro factor: el gran interés de algunos jóvenes por independizarse de la casa paterna cuanto antes, pues quieren ser ellos mismos, y nada más.
Es positivo disfrutar de un sano orgullo sabiendo que formamos parte de una familia; de una nación con su cultura y tradiciones; que compartimos una misma fe con la que nos unimos a Dios y a otras personas. Conocer nuestra religión nunca deberá ser visto como pérdida de tiempo, pues gracias a ella somos capaces de encontrar al Dios que nos dio la vida para que podamos ser felices con Él para siempre.
La ignorancia y los prejuicios, además de ser negativos, son muy peligrosos. ¿No lo cree usted?