Hace algunos días, un alto funcionario militar provocó un gran revuelo al pedir, en un discurso público, perdón y olvido, en un discurso un tanto en clave, que fue sujeto a toda clase de interpretaciones. Me llamó la atención como hubo quienes le reprocharon el tomar un concepto católico, como el del perdón, aplicándolo a temas políticos.
¿Qué tanto es el perdón un concepto exclusivamente católico o, en todo caso, cristiano? ¡Por supuesto que no! Perdonar es una de las más altas manifestaciones del espíritu, una demostración de grandeza de alma, pero no es exclusivamente un concepto religioso.
Por otro lado, es una de las cosas más difíciles que hay, en las relaciones entre las personas. Tan difícil que, en mi opinión, debe agradecerse, debe buscarse, pero no puede exigirse. ¿Cuántas veces nos ha pasado que, empujados por otros, hemos perdonado solo con las palabras, pero nuestro corazón conserva un rencor que no se acaba, que sigue ahí presente y que nos acaba por dentro? ¿Cuántas veces decimos, con la palabra o en el fondo de nuestros pensamientos: Perdono, pero no olvido? O, dicho de otro modo, Perdono, pero solo un poquito?
Por otro lado, es muy fácil para el que hizo un daño a otro, pedir perdón. Pero no es igual de fácil para el dañado. Imagínense ustedes al padre que le secuestraron a un hijo, a la muchacha violada, a la mujer golpeada: ¿Les será fácil perdonar? ¡Por supuesto que no! Y, sin embargo, vemos a nuestro alrededor el testimonio de personas que perdonan de veras, que no guardan rencores, que olvidan la ofensa o el daño. La verdad, hay que admirarlos. Cuando conocemos a alguien que perdona en serio, no queda más que la admiración ante esa hazaña: ¡Qué grandeza de alma! ¡Qué dominio de si mismo se requiere!
En todas las religiones se habla de perdón; solo interpretaciones muy fundamentalistas lo hacen a un lado. Recuerdo hace tres años que, ante el cambio de partido en la Presidencia, un padre joven, de esos revolucionarios y liberadores me decía: Ahora si llegó el momento de la justicia. ¡Que paguen todo el daño que han hecho! Yo le pregunté: ¿Qué es más grande, la justicia o la misericordia? Se quedó muy pensativo, porque no es fácil la respuesta. Después de pensarlo me dijo: ¡La justicia! Porque sin ella la misericordia es vana. No quise discutir; solo le dije: Padre, qué bueno que el día de mi muerte, no seré juzgado sin misericordia. Es cierto: Perdonar es divino, dice un dicho.
Hoy, ante situaciones de violencia, de graves injusticias, se nos hace cuesta arriba perdonar. No solo a los que nos han hecho un daño; a veces ni siquiera perdonamos a los nuestros, a nuestra familia, a los más cercanos. Y allá vamos, con el alma podrida, comida por el rencor, sin poder descansar ni tener paz. De pequeñas ofensas hacemos mares de indignación y de rencor; ya nada nos consuela. Y todo ello, amigas y amigos, a quién daña es a nosotros mismos, a los que no hemos perdonado. Los otros, aquellos que nos ofendieron, si lo hicieron a propósito, no les importará nuestro rencor. Si no lo hicieron a propósito, les dolerá nuestra incomprensión, pero terminarán por concluir que el problema no es de ellos, sino nuestro. En cualquier caso, ¿Qué ganamos con nuestros rencores?
No, no es fácil perdonar. Es, diría yo, humanamente casi un imposible. Solo con la ayuda de Dios podremos hacerlo. Y eso, amigas y amigos, hay que pedirlo.