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Noviazgo

Carta temática sobre el Noviazgo, dirigida a los miembros del Regnum Christi el 12 de marzo de 1988

Muy estimados en Cristo:

Cada día es una nueva oportunidad que Dios nos concede para crecer en todas las dimensiones de nuestro ser y para realizar más eficazmente el programa que, al llamarnos al Regnum Christi, Él nos ha trazado. Y es la conciencia de ese querer de Dios la que me mueve a comunicarme con ustedes, a quienes siento como parte de mi misma vida y de mi misión sacerdotal, pues son piedras vivas de esta obra que el Señor se ha dignado inspirarme.

Reflexionando sobre la razón de ser del Movimiento en la vida de sus miembros, se me presenta siempre, con toda urgencia y nitidez, la necesidad de que el Regnum Christi debe ayudarles a vivir humana y cristianamente las diversas etapas de sus vidas. Un Movimiento que nos entusiasma sólo durante un período, o hasta que otros intereses más inmediatos acaparen nuestra dedicación no sería el Movimiento querido por Dios; habría fracasado en sus objetivos primarios. Porque el Movimiento, como llamado y compromiso con Dios, debe abarcar todas las etapas y todas las circunstancias de nuestra vida.

Teniendo esto en cuenta, hoy quisiera tocar con ustedes un tema de mucha importancia en la etapa actual de su vida. Ya lo he tratado otras veces, conversando con algunos grupos en cursillos o en sesión de preguntas, pero hoy quiero abordarlo más ampliamente, tratando de responder a inquietudes e interrogantes que muchos de ustedes me presentan en sus cartas. Me refiero a esa etapa transitoria, pero decisiva en sus vidas, que es el noviazgo.

En plena juventud, ustedes sienten dentro de sí el bullir de la vida, con entusiasmos, proyectos e ilusiones, llenos de vigor y frescura. Y en ese bullir un elemento importante es el fenómeno del amor. Parece tan fácil, tan inmediato, el amor...

Hoy se valora mucho la espontaneidad, la sinceridad, la inmediatez en las relaciones humanas, y especialmente entre los jóvenes. Hay en ello un valor innegable. Pero con frecuencia se mezcla con ese valor un grave defecto: la superficialidad. El amor, se dice, es un impulso espontáneo: hay que dejarse llevar por el amor... y se da por descontada la plena felicidad. Y, sin embargo, ¡cuántos fracasos! ¡cuántos matrimonios rotos apenas al nacer! Cada día son más frecuentes las separaciones y los divorcios, es decir los fracasos, provocados incluso por nimiedades.

No, no es fácil el amor, el amor verdadero, el que dura y hace feliz. Se toma a la ligera, como algo descontado; se fundan hogares sobre arena, y a la menor tormenta todo se viene abajo. Hay un proverbio ruso que dice: "Hay que pensarlo bien antes de iniciar un negocio; dos veces antes de ir a la guerra; tres antes de casarse". El fallo está muchas veces en eso, en que no se piensa, no se prepara el matrimonio, no se va a la escuela del amor...

Para aprender a construir casas de piedra se dedican cinco o más años de estudio intenso en una facultad especializada; y se pretende edificar la casa viva del propio hogar con un poco de ilusión y "buena voluntad", o, peor aún, a base de pasión y sed de aventura. Para prepararse al mundo de los negocios se gastan años enteros entre clases y libros; y se lanzan algunos al negocio de la vida a ciegas, con una ligereza pasmosa. Después de la salvación eterna, el negocio más serio y decisivo de un joven es la construcción del propio futuro junto a quien ha de compartir todas sus horas, sus penas y alegrías. Un fracaso en la carrera o en una inversión fuerte es duro y triste; pero siempre se puede uno rehacer. El fracaso en el amor, en la realización de la propia familia puede teñir de tristeza toda la vida.

Escuela del amor. Esto debe ser el noviazgo. La escuela en la que dos jóvenes se conocen a fondo y aprenden a amarse de veras, a desprenderse de sí mismos para darse al otro y dar vida a otros, sus futuros hijos.

Pero antes de reflexionar sobre esa "escuela" me parece oportuno hacerles algunas observaciones sobre su objetivo, sobre el significado genuino de esa palabra maravillosa, tan fácil de cantar pero tan difícil de comprender de verdad: el amor. ¿Qué es el amor? ¿Cuáles son sus verdaderos ingredientes? ¿Cómo podemos saber si amamos de veras o son sólo devaneos superficiales lo que sentimos hacia el otro?

Cuando Dios creó al hombre lo quiso hacer "a su imagen y semejanza". Semejanza, ante todo, en su capacidad de amar, pues "Dios es amor". Puso en su corazón la capacidad de salir de sí mismo para darse a los demás y encontrar su propia felicidad en esa donación de sí a Dios mismo y al prójimo. "No es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18), dijo Dios al ver a Adán en el Paraíso; y le regaló a Eva para que fuera la compañera de su vida y ambos formaran *una sola carne+ (Gn 2, 24). Y les pidió: "creced y multiplicaos" (Gn 1, 28).

El maravilloso designio de Dios sobre el ser humano grabó sus huellas en lo más hondo de su ser y le llama desde dentro de él mismo. Ese es el sentido profundo de todos esos fenómenos físicos, psicológicos y espirituales que bullen en todos los hombres y atraen un sexo hacia el otro: instinto sexual, sentimientos de simpatía, ternura, alegría, sensación de bienestar, deseo de presencia, deseo profundo de amar y ser amado, de dar y recibir, etc.

Uno de los mayores errores en torno al noviazgo, al matrimonio y al amor en general, es separar las diversas dimensiones del ser humano o, peor aún, reducirlo a alguna de ellas. La alusión del Génesis a "una sola carne" ayuda a entender que el proyecto de Dios sobre el hombre y su capacidad de amar, incluye su dimensión física: instinto sexual, configuración genital, atracción corporal, capacidad de gozar del placer sexual, etc. Pero el hombre, creado "a su imagen y semejanza", es mucho más que todo eso, en lo que se asemeja sólo a los animales. A él, según nos lo pinta la narración bíblica, lo creó Dios mismo con sus manos, e inspiró en él su aliento, su espíritu. El hombre es también espiritual. Y por tanto su amor debe responder a la profundidad de su espíritu. El amor humano se podrá entender sólo cuando se comprenda que es una donación de una persona en su integridad físico-espiritual a otra persona querida integralmente, precisamente en cuanto persona, y no en cuanto cuerpo solamente, o como fuente de afectos que satisfacen la propia necesidad de sentirse amado.

La psicología distingue claramente tres niveles diversos, pero profundamente relacionados, en la configuración psíquica del ser humano: el nivel psicofisiológico, el psicosocial y el espiritual. Cada uno de ellos tiene sus propias características y leyes de funcionamiento, pero se encuentran unidos en el hombre, formando un todo.

El nivel psicofisiológico comprende los fenómenos físicos de la persona en su relación y repercusión sobre la psique. Es ahí donde se sitúa el mundo de los instintos y las pasiones. Se trata, efectivamente, de fenómenos ligados inmediatamente al organismo físico, y, por ello, de algo que es necesariamente "ciego", determinado. No dependen, en sí mismos, de la voluntad, ni por lo tanto, de la libertad personal.

Consiguientemente, aunque son fenómenos que acompañan al amor entre personas de distinto sexo, no constituyen la esencia del amor, que es donación personal y libre al otro. Esto se entiende fácilmente cuando se recuerda que no son raros los casos en que se dan fuertes reacciones y satisfacciones instintivas sin que haya amor. ¿Cómo serían posibles, de otro modo, los tan frecuentes casos de violencia carnal? Puede haber sexo sin amor, mas aún, con odio hacia la otra persona. Por no entender todo esto, se habla de "hacer el amor" en muchas ocasiones en las que, en realidad, se "des-hace" el amor, porque eso que es llamado "amor" no es sino puro egoísmo, la negación del amor.

En el nivel psicosocial encontramos fenómenos ricos y variados, como los sentimientos, la imaginación, la tendencia a relacionarnos con los demás, etc. Los sentimientos son reacciones de la psique al verse afectada por personas, cosas, acontecimientos, etc. Si son muy intensos y breves, los llamamos emociones.

Sin duda, se trata de un ingrediente notable del fenómeno del amor. Cuando se ama, hay una enorme gama de sentimientos que se despiertan o refuerzan en el interior de la persona: fascinación, admiración, compasión, respeto, tristeza por la ausencia del amado, ternura... Tienen en sí algo de elevado y bello: levantan a la persona por encima de la dimensión puramente física en su relación con los demás.

Pero es un error confundirlos con la esencia del amor. Precisamente por ser reacciones de la psique ante factores externos, los sentimientos no viven, por así decir, de sí mismos, sino que son el resultado de influencias previas, ajenas a la libertad de la persona. Por tanto, no son independientes ni libres; son fenómenos ciegos, hasta el punto de que muchas veces no conocemos su verdadera causa: ¿no han experimentado ustedes nunca la extraña sensación de sentirse tristes y decaídos, sin comprender exactamente por qué? La causa puede ser un fracaso, una frase molesta dicha por alguien querido, una película, la baja presión atmosférica, o hasta una mala digestión. Y así como vino la tristeza, puede aparecer luego, sin que sepamos tampoco por qué, la alegría, el entusiasmo, o la ternura, etc. Los sentimientos van y vienen como una hoja seca en un día de vendaval: tan pronto está en la cima de una colina verde como entre la basura de un estercolero. Si vivimos a nivel de sentimientos, seremos nosotros mismos quienes vayamos dando tumbos por la vida sin saber por qué. Los sentimientos acompañan, pues, al amor, no son el amor. El amor es donación personal y libre; ellos son impersonales y ciegos, determinados.

No debemos, por tanto, olvidar el tercer nivel, el espiritual. En él está nuestro núcleo personal, nuestro auténtico "yo". Es él lo que nos constituye como "imagen y semejanza" de Dios. Debemos guiarnos ante todo por nuestras facultades espirituales, inteligencia y voluntad. La inteligencia, como capacidad de captar la realidad de las cosas, nos hace posible conocer de verdad a la persona amada. Sin ese conocimiento no puede existir el verdadero amor: se ama a un tú que se conoce; de otro modo sólo podrá haber atracción física, sentimientos ciegos, o amor a una imagen irreal de la otra persona. Pero no basta tampoco conocer. El amor es, esencialmente, una adhesión de la voluntad. Voluntad libre de una persona que conoce a otra, la valora en su integridad, la acepta como es, y establece con ella una relación especial de mutua donación.

Naturalmente, tampoco debemos caer en el error de reducir la persona a puro espíritu. Les decía que los tres niveles de la psicología humana son distintos pero están íntimamente ligados, formando la integridad de la psique humana. No se debe, por tanto, espiritualizar tanto la relación entre dos jóvenes de modo que se evapore el verdadero amor. El amor que conduce al matrimonio debe integrar también la dimensión física y la riqueza variadísima de los sentimientos. Pero es importante integrarlos como factores que enriquecen, no que suplantan lo que es esencial en el amor: la donación personal al otro. Esa donación suscitará emociones, atracción física, etc.; y, a la vez, se verá reforzada por estos elementos. Pero en ocasiones la profundidad de la donación amorosa al otro exigirá también el sacrificio de las pasiones y de los sentimientos; y esa renuncia ahondará notablemente la capacidad de entregarse al otro.

Si no se entiende todo esto se corre el riesgo de fundar el amor sobre la arena de los sentimientos o en el pantano turbio de las pasiones. Cuando falten unos o disminuyan las otras se vendrá abajo un edificio construido sobre falsos cimientos. Si en cambio se logra entender bien, se comprenderá que podrá haber momentos en que los sentimientos que surgieron con potencia irresistible en un primer momento disminuyan o cambien de color, sin que ello signifique que ha desaparecido el amor, la esencia del amor: se gozará la dicha profunda de amar y saberse amado aún cuando las emociones sentimentales disminuyan y el atractivo físico vaya desapareciendo. En suma, se podrá confiar en un amor estable, duradero... eterno. Pero lo que está aquí en juego no es sólo la garantía del amor futuro, sino, ante todo, la autenticidad del amor presente, y, con ella, la dicha profunda que proporciona el verdadero amor, y sólo él.

La armonía entre los tres niveles de que les vengo hablando supone madurez humana, y a la vez es signo de ella; no es fácil de alcanzar, hay que buscarla, educarse a ella. A este propósito es muy significativo el proceso evolutivo que toda persona experimenta en sus relaciones con el otro sexo. El niño apenas percibe las diferencias; no encuentra ningún interés especial en el sexo contrario. Aún no se han despertado sus potencias generativas, no surgen en él sentimientos ligados al fenómeno del amor, y mucho menos es capaz de hacer una opción libre que le lleve a la donación personal. Necesita vivamente sentirse amado, pero es aún incapaz de amar de verdad.

Poco a poco, con el surgir de su yo personal, va abriéndose a los demás en cuanto diversos de él mismo. En el período de la adolescencia comienza a experimentar sensaciones nuevas, extrañísimas para él, que llegan a turbarle. Florece su capacidad generativa y, con ella, despiertan también sus instintos sexuales. Empieza a interesarse por los coetáneos de diverso sexo, pero su interés se manifiesta en modos infantiles: los busca en el juego; se reúne en grupos de su sexo y comienza a relacionarse con los del otro protegido por el grupo; procura llamar su atención, a veces incluso con técnicas curiosas, como la agresión o el desprecio categórico, fingiendo el más puro desinterés por ellos. Van surgiendo sentimientos afectivos en relación con algunas personas del otro sexo; llega un momento en que se comienza a buscarlas no ya para jugar o llamar su atención, sino para vivir una relación de amistad. Ese joven es ya capaz de enamorarse de veras, de querer a otro en cuanto persona que podría un día formar con él un hogar.

Pero todavía debe recorrer un buen trecho en la maduración de su capacidad de amar. Al inicio predominan los sentimientos vivos, las emociones repentinas, que llegan incluso a desconcertar a quien las experimenta, aunque esté feliz de sentirlas. Luego, sin que necesariamente desaparezcan aquéllas, el amor se va haciendo más profundo y sólido, va enraizando más firmemente en el espíritu del joven (su inteligencia y voluntad) y se va centrando mejor en el otro tal cual es, con una visión realista que le acepta con sus virtudes y sus defectos. Se ha alcanzado entonces la madurez necesaria para poder pensar en el matrimonio.

Se requiere, pues, todo un proceso de maduración personal. Una maduración que no se da automáticamente, sino que es una tarea, importante e imprescindible. Como les decía al inicio, el noviazgo es precisamente la "escuela" en que se aprende a amar de veras, como preparación inmediata para el matrimonio. Resulta claro entonces que el noviazgo tiene su tiempo. No será conveniente comenzar una relación de ese tipo cuando se está todavía en la adolescencia, o cuando, por cualquier circunstancia, no se está en grado de desarrollar una amistad estable, que pueda ya significar una donación plena que desembocará en el matrimonio. No quiero decir que sean inoportunas las amistades entre jóvenes de diverso sexo antes de ese momento. Pero conviene que el tipo de amistad sea adecuado al estadio presente de desarrollo personal, y por lo tanto, que no sean todavía amistades demasiado exclusivas y comprometidas.

No es tampoco aconsejable, generalmente, atrasar excesivamente esa relación. También el enamoramiento tiene su momento oportuno y florece mejor en un terreno. Se podrían escribir páginas y páginas sobre el tema del noviazgo, pero quiero sólo hacer algunas reflexiones que puedan ayudarles en la práctica a vivir en plenitud ese período tan importante de sus vidas. Las organizaré valiéndome de los términos de aquella conocida y agudísima máxima "conócete, acéptate, supérate". Conócete, acéptate y supérate a ti mismo, a ella (o a él), y a la pareja que formen los dos, con sus características propias.

Ante todo, conócete, y conócele a él o a ella. Sólo podemos amar lo que conocemos. Sólo podemos amar de verdad a quien conocemos de verdad: sólo surge el amor personal y profundo cuando hay conocimiento personal y profundo. No basta saber quién es el otro, dónde vive, quiénes son sus padres, etc. Es necesario conocerlo bien como persona.

Esto es importante para poder discernir maduramente y basar el futuro matrimonio sobre fundamentos firmes. Como les decía, el amor es adhesión de la voluntad a la otra persona como es: y esa adhesión no puede darse si no se la conoce como es.

Aquello de que "el amor es ciego" expresa la realidad de que los afectos que el enamoramiento suscita llevan al joven a ver únicamente lo que hay de bello y positivo en la persona amada, sin percibir muchas veces sus defectos o límites. Pero, en realidad, son sólo los afectos los que son ciegos: el amor verdadero quiere ver, porque quiere conocer, para amar al otro tal cual es.

El enamoramiento suele poner en efervescencia la facultad de la imaginación; con gran facilidad comienzan a surgir sueños ideales; de pronto el enamorado se descubre poeta. No hay nada de malo en ello. El problema surge si uno no se da cuenta de que los sueños son sueños y no quiere plantar los pies sobre la tierra, cuando el corazón y la imaginación andan por las nubes. Si esa actitud cristaliza y es continua, uno corre el peligro de casarse con un sueño, del que se desilusionará tan pronto como caiga en la cuenta de que la esposa o el esposo, no es un hada o un príncipe azul.

Naturalmente, hay una graduación ilimitada en las manifestaciones de este fenómeno; mucho depende del propio temperamento, de la educación recibida, etc. Pero se trata de algo que ha sido ampliamente estudiado por la psicología como fenómeno prácticamente universal. El enamorado tiende espontáneamente a idealizar a la persona amada, a idealizarse a sí mismo (pensando que desde ahora será otro, siempre fiel, siempre feliz), y a idealizar también la relación entre ambos (imaginando un futuro de rosas en el que todo saldrá bien).

El conocimiento de dos que se aman no puede nacer, evidentemente, de un estudio frío, indagador y distante. El cultivo del amor requiere espontaneidad y confianza mutua. No hay que ponerse a hacer "tests" psicológicos al novio o a la novia, o someterle a interrogatorios fastidiosos. Debe ser algo muy natural y espontáneo. Eso no quiere decir superficial.

Se requiere, sobre todo, la reflexión madura y serena. Reflexionen, en primer lugar, sobre sí mismos: ¿Cómo soy? ¿Qué le molesta al otro de mí? ¿Por qué me afectó tanto lo que me dijo ayer? ¿Qué significan estos sentimientos que experimento últimamente? ¿Estoy realmente enamorado, o se trata sólo de una ilusión o un capricho? etc. En esta reflexión serena pero madura deberían preguntarse todos alguna vez, sobre todo cuando comienzan a pensar en su futuro, ¿cuál será mi vocación, el matrimonio (y por lo tanto puedo ir pensando en el noviazgo) o mi consagración a Dios y a los demás en el sacerdocio, o la entrega de todo mi ser a la causa del Reino de Cristo? También esta pregunta forma parte del esfuerzo por conocerse a sí mismos.

Reflexión sobre el otro: ¿Qué temperamento tiene? ¿Cuáles son sus cualidades y sus defectos? ¿Qué es lo que me atrae de él, y qué tiene que no me gusta? ¿Por qué no quiere hablar de ciertos temas? ¿Cuál es su educación, cómo es su familia? ¿Qué quiere de la vida? etc. Es importantísimo pensar también en el mundo de sus valores, sus convicciones religiosas y morales, pues no cabe duda que será mayor la armonía matrimonial cuanto mayor sea la armonía espiritual. ¿Cuáles son sus valores? ¿Cuáles sus convicciones respecto a Dios y al cumplimiento de su voluntad, a la religión, al matrimonio, a la apertura a la vida dentro del mismo, a la educación de los posibles hijos...? ¿Qué fines persigue? ¿Qué medios está dispuesto a poner para alcanzar esos fines?...

Y reflexión sobre la pareja como tal: ¿Qué grado de amistad hemos alcanzado? ¿Estamos madurando en nuestro mutuo amor? ¿Hay armonía en nuestras relaciones o son frecuentes los roces y las discusiones? ¿Por qué? ¿Nuestros temperamentos, aficiones, etc. se complementan armónicamente o son causa permanente de discordias? ¿Estamos pensando ya en el futuro de nuestras vidas formando un hogar, o todavía no estamos preparados para ello?, etc.

Además de la reflexión, es sumamente importante que sepan dialogar entre sí, que conversen con apertura, escuchando al otro no solo con los oídos, sino con el corazón. Sólo el diálogo, por el que el otro se nos comunica, puede hacer posible nuestro conocimiento de él en cuanto persona humana. Dialogar, dialogar mucho; no reducir sus relaciones a charlas insustanciales, no ocultar al otro el propio yo por miedo a quedar mal, a perderlo: decir con sinceridad la propia opinión, aunque no concuerde con la del otro. No hay veneno que corroa más el matrimonio y el noviazgo que la mentira, la insinceridad, la desconfianza.

Y dialogar también con el Otro, con Dios nuestro Señor. Tratar a solas con Él todos sus progresos, problemas e ilusiones. Ponerse ante Él tal cual son, y pedirle que les ayude a conocerlo mejor a Él, a conocerse mejor a sí mismos, a la persona amada y a la pareja que forman los dos. Tratar que Dios nuestro Señor sea siempre un Tercero que esté junto con los dos. Pregúntenle: "Señor, ¿qué quieres de mí? ¿me creaste para el matrimonio o para que me consagre sólo a ti? Señor, ¿estás contento con nuestro modo de vivir el noviazgo?"

Es evidente que no se podrá alcanzar un conocimiento perfecto del otro desde el inicio. Será tarea de toda la vida. Pero sí se debe buscar el conocimiento propio de la etapa que se está viviendo, el noviazgo, y que permita crecer en el amor mutuo como adhesión afectiva y de voluntad al otro en su verdadera realidad. En segundo lugar, acéptate. No basta conocer; hay que saber aceptarse a sí mismo y al otro. A veces resulta difícil, pero es una medida muy sabia y muy sana. Claro está, la aceptación deberá ser precedida por el discernimiento del que hablaba antes. Lo primero será pensar serenamente si ese joven o esa chica es una persona adecuada al propio modo de ser y pensar. La reflexión sobre el otro y sobre uno mismo que les comentaba hace un momento debe llevar a una resolución madura y práctica. Si se ve que los temperamentos de ambos o el modo esencial de ver la vida, o las creencias religiosas de cada uno, etc. son incompatibles habrá que pensar seriamente si conviene seguir con esa relación o es mejor cortar con ella.

No me refiero a simples diferencias, aun notorias, entre ambos !!que pueden incluso ser motivo de mutuo enriquecimiento complementario!!, sino a la situación de grave y clara incompatibilidad que en ocasiones se da entre dos personas. Es cierto que el amor cambia muchas cosas, pero hay que ser realistas y pensar que los rasgos fundamentales de la persona permanecen siempre, y que el matrimonio es para toda la vida. ¿Estoy dispuesto a casarme con una persona con la que tendré siempre graves desavenencias y disgustos? ¿Puedo cargarme la responsabilidad de la posible infelicidad de ella, mía, y de los hijos que traigamos al mundo? En algunas ocasiones será mejor romper a tiempo y quedar como amigos. Cuesta, duele, porque en ese momento parece el único amor posible. Pero con frecuencia se entiende después que fue mejor así, y aquella experiencia dolorosa se convierte en un auténtico faro de luz.

Hablando de este discernimiento maduro a jóvenes del Regnum Christi me parece oportuno hacerles ver que normalmente la armonía en el modo de pensar, en la apreciación de los valores morales y religiosos, etc., será más fácil entre quienes pertenecen al Movimiento. Y esa armonía espiritual, como les decía antes, es muy importante para el éxito y la felicidad del matrimonio.

Primero, pues, analizar si se ha encontrado la persona adecuada. Luego, aceptarla. Acogerla tal cual es, con sus cualidades y defectos, conscientes de que se ama a la persona como tal y no sólo algunas facetas de ella previamente seleccionadas. Se pueden reconocer, apreciar y admirar algunas cualidades aisladas de una persona sin apreciarla a ella en su integridad; pero no se puede hablar de amor verdadero si no se le ama íntegramente, con sus cualidades y defectos, sus virtudes y sus debilidades. De nada vale soñar en la perfección del otro; si es un ser humano, tendrá siempre imperfecciones. De nuevo, realismo. Conocer y aceptar a quien se ama tal cual es, para no tener que decir después: "es que yo no sabía que..."

Naturalmente, no se trata de aceptar sin más lo negativo: se debe buscar siempre la superación, intentar mejorar. Y creo que una de las tareas más justas que deben realizar en toda la vida, pero que ha de comenzar en el noviazgo, es la de ayudarse a crecer, a perfeccionarse, a mejorar todo aquello que sea susceptible de perfeccionamiento, teniendo en cuenta que siempre habrá imperfecciones y limitaciones que hay que aprender a disculpar, a sobrellevar y a aceptar. Vuelvo a repetir que el amor auténtico envuelve a toda la persona y no solamente aspectos de la misma.

En tercer lugar "supérate". Quien ama, desea lo mejor para el amado; desea superarse él, ayudar a que se supere el otro, y superarse, elevar las relaciones mutuas que constituyen a la pareja como tal. La superación supone, evidentemente, el conocimiento y la aceptación previa. Pero supone también ese sano inconformismo de quien sabe vivir la vida con ideales elevados que le impiden vivir una existencia rastrera.

Ante todo se requiere la autosuperación. La lucha sincera contra los propios defectos y sus manifestaciones, tratando de mejorar en cuanto sea posible. Lo mejor que un joven puede ofrecer a quien ama es el esfuerzo por ser mejor cada día en todos los sentidos.

El amor maduro, la adhesión profunda al otro como persona querida en su integridad, produce siempre el deseo sincero de ayudarle respetuosamente a alcanzar su verdadero bien. Hay mil modos de ayudar al amado, manteniendo el necesario respeto de su libertad: el ejemplo personal, una palabra de estímulo, el diálogo franco que invita a superar los defectos y límites superables...

Finalmente, el amor verdadero lleva al deseo sincero de superarse como pareja, de crecer en el amor, viviendo una relación profundamente humana y cristiana.

Ese deseo se traducirá en un esfuerzo por elevar el mutuo amor, procurando que sea cada vez un amor más auténtico; es decir, un amor en el que se integren realmente los tres niveles de los que les hablaba al inicio: el nivel físico, el psicosocial y el espiritual.

Por tanto, superarse como pareja significa tratar de no reducirse a una relación puramente sentimental. Recuerden, los sentimientos son importantes, pero no son la esencia del amor; un noviazgo construido sólo sobre emociones y sensaciones sentimentales llevará al fracaso, precisamente por la inestabilidad y "ceguera" propia de los sentimientos que comentaba antes. Vive de sentimientos la pareja que reduce sus relaciones a un sentirse a gusto juntos, hablar de cosas superficiales adulándose mutuamente, sin pensar juntos con seriedad en el futuro, sin dialogar maduramente dándose a conocer uno al otro y tratando de amarse en profundidad, como personas, tal cual son.

Más grave todavía es el riesgo de reducir sus relaciones a la dimensión física, puramente sexual, o dejar que sea ella la que predomine y constituya el interés fundamental de la pareja. Ya les decía antes que el sexo, elemento integrante del amor matrimonial, no constituye el centro de la persona, y por lo tanto tampoco es la esencia del amor, adhesión personal y libre al otro en su integridad. Tanto que el sexo puede convertirse, en vez de expresión de amor, en puro egoísmo.

En efecto, la sexualidad humana es un fenómeno cargado de ambigüedad. Por una parte, entraña la donación en la propia intimidad al otro, y contiene en sí el bellísimo significado de la apertura a nuevas vidas. Dice, pues, donación, generosidad, entrega de algo de sí al otro y a los hijos que puedan venir a la vida por ese acto de amor. Pero, al mismo tiempo la sexualidad se ve acompañada por un placer intenso, absorbente, pasional, que puede ofuscar su dimensión de donación convirtiéndose en pura búsqueda del goce personal. En la vida sexual el ser humano siente profundamente esa tensión entre el darse al otro y el encontrar en él un placer personal. Los dos polos de la tensión son en sí buenos, sagrados, en cuanto queridos por el Creador. Pero el desorden introducido por el pecado hace que no sea difícil que la tensión se resuelva en el puro egoísmo, a veces brutal.

De ahí que siempre, en todas las culturas, se vea en la sexualidad cierta problematicidad, y hasta dramaticidad. En todas ellas el uso de la sexualidad está rodeado de una serie variadísima de reflexiones sobre el pecado sexual, tabúes, reglas y límites, intentos de ordenar algo que tiene gran importancia pero que parece escaparse siempre de las manos.

En nuestros días se subraya el significado de la sexualidad como "lenguaje", como medio de expresión amorosa en la mutua donación física.

Está claro que el afecto, el amor

necesita expresarse, ser dicho. Y no sólo con palabras, sino también con gestos, acciones simbólicas, miradas, etc. Pero también es evidente que hay diversos tipos y grados de amor, y que las expresiones usadas deben ser adecuadas a cada tipo y grado. No es lo mismo el amor de una madre por el hijo, que el de dos hermanos, o el de dos amigos, o el de unos novios, o el de los esposos. Todos esos afectos piden ser expresados, pero de modo diverso. Entendemos enseguida que sería aberrante expresar sexualmente al amor filial o el cariño profundo de dos hermanos. Igualmente hay que comprender que el afecto existente entre dos amigos, o ya novios, no tiene las mismas características que el amor esponsal, y que por lo tanto no se pueden usar las mismas expresiones de amor en ambos casos.

La donación sexual plena es un lenguaje maravilloso que dice donación total, incondicional. Una donación mutua que, además, está intrínsecamente ordenada a la posibilidad de engendrar nuevas vidas, fruto del amor. Todo eso "dice" la relación sexual. Algunos quieren negar o disminuir la importancia de ese significado procreativo del acto sexual, pero me parece que no se puede negar algo que se presenta con evidencia, apenas se reflexiona un poco sobre la estructura misma, la dirección intrínseca de ese acto.

Por eso mismo, querer experimentar esa relación sexual fuera del ámbito de donación total, expresamente ratificada, que supone el matrimonio, es mentir gravemente, es "decir" con el lenguaje de la donación sexual algo que no se quiere ni se piensa. Por eso la relación sexual antes o fuera del matrimonio suele ser expresión de egoísmo más que de amor; y por tanto un corrosivo contra el verdadero amor. Es un engaño justificarlo todo con el "ella lo quería". También existe el "egoísmo en pareja". No basta tampoco decir "es que nos queremos". El amor que une a dos amigos o a dos novios no es el de dos esposos, no ha cuajado aún definitivamente en la entrega total y definitiva, abierta a la donación de la vida a futuros hijos que sólo el matrimonio realiza. Antes de él se está todavía en un estado transitorio, de prueba, de interinidad. A este estado deben corresponder manifestaciones de afecto adecuadas para expresar la mutua donación, pero una donación que no es aún totalizante, definitiva. Puede parecer que los propios gestos nacen sólo del amor, pero frecuentemente se mezcla éste con la pasión, y, si no se tiene cuidado, con un naciente egoísmo que puede terminar por destruir el amor que poco a poco se había ido forjando, acabando para siempre con las legítimas ilusiones que habían ido floreciendo en el corazón de ambos desde el día en que comenzaron a enamorarse.

Algunos, pensando en las manifestaciones de afecto adecuadas al período de noviazgo, suelen preguntar: "¿Hasta dónde se puede?" Ese modo de hablar denota ya un malentendido. La cuestión no está en saber hasta dónde se puede actuar sin caer en pecado. El amor no es así. Lo importante es tratar de basar todas las relaciones mutuas en esa donación profunda, sobre todo espiritual, del propio yo al ser amado. Se requiere luego un poco de atención y de sinceridad para autoanalizarse y ver si los propios gestos afectivos son expresiones de verdadero amor o más bien búsqueda pasional del placer, aunque esté mezclada con sentimientos de afecto. Si en sus relaciones sienten que se enciende y crece la excitación sexual, pueden sospechar que la intención no es del todo limpia.

Esto es importante, porque poco a poco se puede ir cayendo en el error de "usar" al otro, y por lo tanto, "abusar"

de él para satisfacer los propios deseos de placer. No hay mejor manera para destruir el amor. Muchos de los fracasos en los noviazgos, y después en el matrimonio,

derivan de ahí.

Todas estas razones profundas, en favor del verdadero amor, y por tanto de la misma felicidad de los novios y los esposos, son las que han llevado siempre a la Iglesia a mantener su doctrina coherente en torno a la castidad prematrimonial y matrimonial.

En el documento de la Santa Sede "Orientaciones educativas sobre el amor humano" encontramos recogida la doctrina de la Iglesia sobre estos aspectos: "La castidad consiste en el dominio de sí, en la capacidad de orientar el instinto sexual al servicio del amor y de integrarlo en el desarrollo de la persona. Fruto de la gracia de Dios y de nuestra colaboración, la castidad tiende a armonizar los diversos elementos que componen la persona y a superar la debilidad de la naturaleza humana, marcada por el pecado, para que cada uno pueda seguir la vocación a la que Dios lo llama" (n. 18). Y más adelante: "Las relaciones íntimas deben llevarse a cabo dentro del matrimonio, porque únicamente en él se verifica la conexión inseparable, querida por Dios, entre el significado unitivo y el procreativo de tales relaciones, dirigidas a mantener, confirmar y manifestar una definitiva comunión de vida !!"una sola carne"!! mediante la realización de un amor "humano", "total", "fiel" y "fecundo", cual es el amor conyugal. Por esto, las relaciones sexuales fuera del contexto matrimonial constituyen un grave desorden, porque son una expresión reservada a una realidad que no existe todavía; son un lenguaje que no encuentra correspondencia objetiva en la vida de dos personas, aún no constituidas en comunidad definitiva con el necesario reconocimiento y garantía de la sociedad civil y, para los cónyuges católicos, también religiosa" (n. 95).

Dada la fuerza de la pasión y las reacciones físicas y psíquicas que provoca, en esta "escuela del amor" que es el noviazgo, corresponde a los dos ayudarse mutuamente para que sus relaciones llenas de respeto, de ternura, de limpieza y de afecto, estén siempre reguladas según la voluntad de Dios creador. Para ello es necesario el esfuerzo continuo para dominar y dirigir las propias pasiones y para ayudar con discreción a la otra persona a conseguirlo. También en el noviazgo cristiano, la cruz redentora de Jesucristo encuentra su expresión y conduce a los novios, a través del dominio personal, a la maduración del amor definitivo y oblativo.

Superarse, en cuanto pareja, supone todo eso. Superarse ayudándose mutuamente a madurar en el amor, elevando y purificando al amor. Un afecto que no se reduzca al nivel físico o a sentimientos, sino cargado de madurez humana; un amor que sabe de donación verdadera, de sacrificio; un amor que quiere mantenerse fiel para siempre: el verdadero amor humano abre su horizonte hacia la misma eternidad; como escribía Gabriel Marcel, "amar a una persona es decirle: tú no morirás".

Ojalá sepan ustedes, jóvenes del Regnum Christi, vivir de un modo su noviazgo que les ayude a madurar verdaderamente en su amor, con la garantía que ello supone de una vida feliz. Aprovechen la vivencia de ese período, de esa "escuela del amor". Piensen que lo importante en el noviazgo no es estarse mirando tiernamente uno al otro, sino mirar ambos hacia el futuro.

Ojalá que estas reflexiones que he podido poco a poco hilvanar y que deseaba hace tiempo comunicarles, puedan servirles de ayuda. Me ha impulsado a escribirles estas páginas un sincero y profundo deseo de llevar un poco de luz a sus vidas para que aprovechen bien esa etapa del noviazgo tan importante para que logren la propia auténtica felicidad. Ello podría también ayudarles, en cuanto cristianos y miembros del Regnum Christi, a testimoniar con sus vidas, con su modo de vivir el noviazgo, y luego el matrimonio, que existe el amor verdadero, limpio y duradero, y que en él encuentra el hombre su felicidad.De todos ustedes,

Afectísimo en Jesucristo y el Movimiento,

Marcial Maciel, L.C.