Toda guerra implica un drama. Unos hombres luchan contra otros hombres, con o sin motivos válidos, para imponerse por la fuerza. En muchas guerras aparecen, entre los soldados más o menos jóvenes, algunos niños que cargan un fusil, tal vez una ametralladora, o simplemente cartucheras de repuesto.
Nos duele el ver a niños que van al frente, que se acostumbran a matar. Nos duele el que se les prive de su familia, de sus amigos, de la escuela. Nos duele el que se vean con las manos manchadas de sangre o de pólvora, mientras gritan con un orgullo casi diabólico cuando han podido matar a uno o varios enemigos...
El drama de esos niños no es sino el reflejo de un drama más profundo: la guerra. Cuando un hombre coge un machete, un fusil o un carro armado y se dirige a una línea enemiga para matar a otros significa que algo muy profundo ha fracasado en la historia humana. La verdad no se puede imponer a fuerza de cañonazos. La justicia no puede ser una especie de permiso seguro para tomar las armas y matar a quienes quizá no son los verdaderos culpables de situaciones insostenibles. La honradez no puede ser defendida a costa de la sangre de una persona, muchas veces ajena a los verdaderos culpables de la situación que ha provocado un conflicto armado.
Un niño llega a convertirse en un soldado porque hay adultos que deciden matar. La solución a los niños soldados hay que encontrarla en ese misterio que se llama corazón, y que es capaz de promover guerras que pueden durar años interminables sin que nadie consiga sus objetivos, y que provocan solamente la destrucción y la pobreza de miles o millones de personas inocentes.
Un niño llevará un arma y un fusil mientras existan adultos que quieran resolver sus conflictos por la fuerza, mientras haya personas ávidas de ganar dinero con la venta y compra de armas, a veces con los créditos de bancos sin escrúpulos. Si promovemos la cultura de la paz, de la justicia y del amor, la guerra no tendrá ya lugar entre los hombres. Si promovemos el respeto de la vida como un valor sagrado, no se invertirá dinero en armamentos, sino en hospitales y en escuelas. Los niños podrán vivir simplemente como niños, y no caerán en las manos de traficantes y de criminales que los conviertan en soldados prematuros.
Mientras no lleguemos a una solución radical, en las guerras que siguen sembrando de sangre tantos rincones del planeta, unos niños tendrán en sus manos armas para matar. Su mirada reflejará nuestro fracaso. Su tristeza o su risa enloquecida nos gritarán que hemos de cambiar, ya, algo en el mundo global que estamos construyendo, y que todos queremos un poco más justo y más feliz.