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Muerto el perro, ¿se acabó la rabia?

Reflexión del libro “Abrir ventanas al amor”  

            Hay tres tipos de técnicas médicas fundamentales para las enfermedades contagiosas: la curación de los enfermos, el aislamiento de los mismos para evitar que se extienda el contagio, la vacunación (u otros métodos preventivos) de las personas que se encuentran en peligro de contraer la epidemia. Quizá alguno podría añadir un cuarto método, pero creo que no corresponde a la medicina, sino a algunas técnicas que no merecen calificación alguna: eliminar a los enfermos. El viejo lema: “muerto el perro, se acabó la rabia”, puede valer para animales, pero no para los seres humanos. Los más de 2500 años de historia “escrita” de la medicina han mostrado la mejor cara de la disciplina que ha curado a millones de personas a lo largo de los siglos: el deseo de sanar al enfermo, de aliviar sus dolores y de ofrecerle un decidido apoyo humano y social. El hecho de que haya habido tristes excepciones de médicos que se prestaron a políticas de asesinato eugenésico no puede privar a tan digna profesión de una historia mayoritariamente positiva, y en no pocos casos heroica.

Sin embargo, se está difundiendo entre algunos médicos una mentalidad selectiva en cuanto al aborto. La lógica es la siguiente: cada año nace un 2% de niños con enfermedades hereditarias o cromosómicas (niños con el síndrome de Down, con talasemia, anencefálicos, etc.). ¿Cómo es posible “prevenir” tales nacimientos? La medicina auténtica diría lo siguiente: buscando aquellas terapias que sirvan para paliar, en la medida de lo posible, los sufrimientos o problemas que acompañan a cada uno de estos embriones y niños; y, en cuanto el desarrollo de la genética lo permita, buscando los caminos de curación que puedan irse aplicando en cada caso. La “anti-medicina” del “perro muerto, adiós a la rabia”, propondrá simplemente el aborto: tales embriones no serán un problema simplemente porque los habremos eliminado en el seno de sus madres...

Es justo señalar que esta mentalidad no vive solamente entre algunos médicos, sino también goza de cierta difusión en los medios de comunicación, y llega a tocar la vida concreta de las personas. Cuando, por ejemplo, en un diagnóstico prenatal se avisa a los papás que su hijo será un retrasado mental (un Down), o que padecerá de talasemia mediterránea, o (de un modo aún más dramático) que es anencefálico, y morirá a las pocas horas o a los pocos días de nacer, es fácil que nazca la tentación de abortar para acortar el tiempo de sufrimiento que tal situación presentará en el futuro.

Fue famoso el caso de un médico italiano que, en 1976, cometió 33 abortos “eugenésicos”: creía que estaba eliminando a niños deformes a causa de una intoxicación química, y resultó que los 33 eran perfectamente sanos... Aquel médico se lamentaba porque había realizado “abortos inútiles”. Pero aquí nace la pregunta: ¿habrían sido útiles si los 33, o la mitad, o la cuarta parte de ese grupo de víctimas, hubiese tenido deformidades?

Entramos así en el fondo de la cuestión. Cuando nace un niño en el planeta, nos encontramos ante un misterio: ¿será un nuevo Francisco de Asís, será un Adolf Hitler, será un Einstein, será un Stalin, será una Madre Teresa de Calcuta, será un futbolista o vivirá siempre en una silla de ruedas? No lo sabemos, pero lo único claro es esto: que este nuevo zigoto, que este embrión, que este feto, que este niño recién nacido (con los defectos mayores o menores que pueda tener) es siempre un hombre, es un miembro de nuestra especie, es uno “de los nuestros”. Y esto vale para todos los casos, hasta los más dramáticos: el niño que nace con un corazón agigantado, con dos piernas atrofiadas, con los ojos sin córnea, con el síndrome de Down. Todos ellos son hombres. No podemos considerarlos de “segunda clase” porque no podrán hacer todo lo que otros hacen. Además, resulta muy difícil establecer el criterio de la “normalidad” para determinar si una persona “vale la pena” o debe ser eliminada cuanto antes. Muchos hemos podido conocer a personas perfectamente sanas que, después de un accidente de tráfico o de una operación delicada, han quedado en una condición física más grave aún que la de muchos niños que nacen con discapacidades sin que eso les impida vivir de un modo más suelto y más espontáneo que el de quienes antes eran superactivos y ahora viven atados a un pulmón artificial o a una silla de ruedas.

Alguno dirá que también existe la eutanasia, que se puede ofrecer la opción por la “dulce muerte” a quien ha perdido la salud que antes tenía. Esta afirmación muestra cómo la mentalidad que defiende el aborto está muy unida a la mentalidad que defiende la eutanasia, y que gira siempre bajo el mismo gozne: una vida que no alcanza un nivel de “normalidad” establecido por quién sabe que grupo de poderosos, no vale la pena ser vivida.

La mentalidad verdaderamente humana, humanística, esa que se ha desarrollado, con muchos esfuerzos a lo largo de los siglos, defiende que toda vida humana, por ser vida humana, vale la pena ser vivida. Será una vida difícil, será una vida cuesta arriba, será una vida sin medios económicos, o sin integridad física, o sin cariño... ¡Pero es vida!

Hay un testimonio que deberíamos releer, escrito por un psiquiatra judío que tuvo que ser encerrado en los campos de concentración alemanes. Viktor Frankl, fallecido en 1997, contaba cómo él y sus compañeros, al llegar al campo de trabajo, eran privados de todo: bienes, vestidos, libros, recuerdos... Algunos creían haber perdido a su esposa, a sus hijos. Hubo muchos que se desesperaban, que se lanzaban a las alambradas para morir bajo las balas de los vigilantes. Su psicología cedió ante aquel proceso salvaje de deshumanización y denigración. Pero hubo otros que conservaron su dignidad, que apreciaron lo poco que tenían para seguir amando la vida, para seguir defendiendo sus ideales, para no dejarse aplastar por sus verdugos. Frankl observaba que estos segundos incluso resistían mejor a las enfermedades, y algunos de ellos sobrevivieron a aquel infierno.

Gracias a Dios, millones de enfermos, miles de discapacitados, encuentran todos los días, a su alrededor, una red, una marea de amor que los sostiene y los mantiene en la existencia. Nunca se les pasará por la cabeza el pedir la eutanasia, el suicidarse (a no ser que otros factores de tipo psicológico lleven alguna vez a que se les pase por la cabeza esa idea, que los que están a su alrededor podrán hacer desaparecer con facilidad si saben amar...). También los niños que van a nacer con deformaciones o enfermedades cromosómicas esperan ser acogidos de este modo.

Quizá haya padres o madres que no puedan, que no se sientan capaces de amar. El amor es algo libre, y nadie puede obligar a otra persona a realizar un acto de amor. Tales padres pueden escuchar, entonces, aquellas palabras que repetía con insistencia una mujer pequeña, nervuda, pero con un corazón grande como la tierra: “Por favor, no maten al niño; nosotros nos ocuparemos de él”. La madre Teresa de Calcuta ya no vive entre nosotros para repetirnos esa frase, pero siguen existiendo muchos hombres y mujeres que apuestan por la vida, que aman la vida, que agradecen la vida como ella. Quizá algún día sentiremos, y es una experiencia inolvidable, el saludo cariñoso de un niño Down, o la sonrisa de una anciana que agoniza en un hospital y sorbe, por medio de un algodón, un poco de agua fría que le ofrece una enfermera que quema su juventud y su belleza en ese servicio sencillo y grandioso. Son las imágenes del “Evangelio de la vida”, y hoy hay que gritarlo, hay que defenderlo, hay que hacerlo realidad. Por el bien de los débiles, y por nuestro propio bien. No hay ser humano más fuerte que el que ama sin esperar recompensa. También en el mundo de la globalización y de las prisas.