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Muerte y vida

Muerte. Una palabra que llena el alma de congojas, de miedos, de amargura. Una palabra que significa el paso al reino de lo incierto, el fin de los sueños y esperanzas, la ruptura con aquello que creímos era nuestro.

Muerte. Una certeza, quizá la única que tenemos: un día ella llamará a nuestra puerta, y, con o sin permiso, entrará. Odiada o amada, deseada o temida, entrará, como un ladrón, cuando no lo esperemos, cuando no lo queramos, cuando no lo pensemos.

Muerte. Para el cristiano la muerte implica un paso lleno de esperanza. Morir es el final de un tiempo que tuvimos en nuestras manos, y que escribimos con lágrimas, sudor y rezos. Pero morir también es el inicio de una vida eterna, que nunca acaba. Una vida y un cielo, si es que supimos aprovechar el tiempo, si es que invertimos en lo más cierto, si es que amamos a nuestros hermanos.

Muerte y vida luchan, en un combate desigual. La muerte arremete y asalta a Cristo, Señor de la Vida y de la Historia. La Cruz parece el signo de la derrota y del fracaso, el lugar de la amargura y del pecado. Pero entonces, el Cristo crucificado rompe los sellos y se convierte en el Cristo triunfante, el Cristo de la Resurrección y de la Vida, el Cristo Señor de tu historia y de la mía.

Vida. Cada día que pasa es un paso adelante hacia la muerte. Cada hora que corre nos pone ante el abismo y el misterio. Cada gesto que hacemos escapa de nuestro poder y nos retrata. Un acto de amor construye el cielo. El odio sólo sabe de amarguras y de infiernos.

Vida y muerte. Así, en un momento de silencio, pensamos hacia adentro, miramos nuestro viento, y queremos, como el soplo de la tarde, amanecer una mañana en la gran luz de la misericordia.