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Mandamientos: ¿prohibiciones o caminos para crecer en el amor?

Existe un peligro a la hora de pensar en los mandamientos de la Ley de Dios y en los mandamientos de la Iglesia: verlos como una obligación, como una carga, como una ley más o menos pesada.

Cuando pensamos así es fácil que se suscite en uno la pregunta: ¿hasta dónde puedo llegar sin “faltar” a la norma? ¿Hasta qué punto me estaría permitido un acto que llega al límite de la transgresión, pero que todavía estaría dentro de la regla?

Este peligro radica en un modo de ver las normas morales cristianas como si se tratase de leyes hechas por los hombres. Hay normativas que indican qué impuestos pagar, cómo moverse en las carreteras y cuándo hemos de saludar al jefe de trabajo. Entonces, ¿hasta dónde puedo llegar sin que la norma sea violada? En otras ocasiones la pregunta es sobre el nivel de infracción que es “tolerado”: si supero el límite de velocidad sólo en 30 ó 40 Km/h por encima de lo señalado por un cartel, ¿me multan o todavía tienen indulgencia conmigo?

Ver así los mandamientos es no entender la vida cristiana. Cuando Dios nos pide que le amemos, que no juremos en falso o que santifiquemos las fiestas, no nos está diciendo que hemos de pagar un impuesto cuya cantidad depende de decisiones que hoy son de un modo y mañana de otro. Si Dios nos pide algo tan profundo como “no matarás” no es para que me ponga a pensar si en este aborto, cometido cuando el hijo tiene sólo 9 semanas, no violo la ley, que quedaría violada cuando el hijo ya tiene más de 20 semanas...

Cada mandamiento quiere promover unos valores, un aspecto de la experiencia humana, un modo de vivir en plenitud nuestra condición de hijos de Dios y de redimidos por Cristo. Entonces, el mandamiento “honra a tu padre y a tu madre” no es visto sólo como un peso y como algo que vale mientras uno no tenga cosas más importantes que hacer. Ni el “no dirás falso testimonio ni mentirás” puede ser puesto entre paréntesis cuando gracias a una pequeña calumnia puedo conseguir eliminar a un compañero que me obstaculiza en mis sueños de subir en el escalafón del trabajo.

La visión correcta ante los mandamientos me lleva a preguntarme: ¿cómo puedo vivir a fondo el amor familiar, la limpieza de corazón y el respeto a la pureza antes de casarme y después del matrimonio, la justicia social y la promoción de un orden económico que permita a todos tener lo necesario para sobrevivir?

Lo mismo podemos decir con los mandamientos de la Iglesia. El ir a misa los domingos no es sólo una norma que se le ocurrió a un obispo más o menos preocupado porque los bautizados empezaban a faltar a misa. Es, más bien, el reconocimiento de una necesidad vital, de un deseo ardiente del corazón por volver a experimentar en plenitud el misterio de nuestra salvación: la entrega de Cristo a los hombres hasta dar su Sangre y su Carne en un gesto de amor que nos llena de confianza y nos permite renovar nuestro bautismo.

Los mandamientos no son simples prohibiciones ni normas con las que podemos jugar para ver hasta dónde sí y hasta dónde no... Cada uno nos pone ante metas a veces difíciles, pero siempre capaces de embellecer, desde corazones generosos, un mundo que necesita testigos alegres de la vida cristiana. Un mundo por el que el Cristo murió, para que un día podamos volver a reunirnos en la Patria eterna donde podremos ser abrazados por un Padre que nos quiere con locura, y nos invita a vivir a fondo como hombres y como cristianos nuestra vocación más profunda: el amor.