Los soberbios
En el trato de las relaciones humanas que se desarrolla cotidianamente, con reciente frecuencia se están presentando reacciones inesperadas que confunden o decepcionan y que siempre defraudan. Se encuentra dificultad para denominarlas y se termina, luego de analizar qué es lo que las provoca, por calificarlas como actos de egoísmo o de traición por parte de aquel que reaccionó de tan inesperada manera.
A lo que provoca esas reacciones inesperadas que extraña a quien las recibe, porque sabe bien que no las motivó en absoluto, y que tienen siempre como desenlace el desengaño, desde la perspectiva de la Fe se le llama Soberbia.
Dios, como establece el libro de los Proverbios de la Sagrada Escritura, “aborrecerá a todos los orgullosos y soberbios” pues no sólo son abominables ante El sino que son la abominación misma.
La causa única de la rebelión de los ángeles fue, precisamente, la soberbia. Luzbel, el más hermoso de todos, inflamado de orgullo y embriagado de soberbia, se rebela a Dios y le dice “non serviam” (no te obedeceré a ti, ni serviré a los humanos). Cae ante Dios y se transforma en lo que la soberbia misma es, en un ser abominable que no desea el bien para nadie y que a todos quiere destruir. Así es el soberbio.
Luego de un tiempo de relacionarse con quienes parecen ser amigos, con compañeros de trabajo que simulan afecto o con los que prometen que es amor lo que en verdad no lo es, viene la caída acompañada del desengaño con el descubrimiento de la traición. Entonces, y a partir de que se sabe que aquel en quien se confió pertenece al grupo de los soberbios, es cuando resulta útil aplicar esta sabiduría y no desilusionarse ni dejarse invadir por la tristeza, menos deprimirse ni caer en el abatimiento. Jesús de Nazarét sabe bien de esto, pues personalmente conoció a uno de los soberbios, a quien tuvo por amigo y a quien confió su amistad y le entregó todo su cariño. Algunos escrituristas aseguran que llegó a ser uno de sus mejores amigos, si no es que el mejor; se llamaba Judas Isariote y concretó su engaño con un beso.
La oración mariana del Magnificat reza: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho grandes obras por mí. Su nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. El hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”. El Padre Carlos Triana analiza esta oración en su escrito “El cántico del corazón de María” y en la parte que dice “dispersa a los soberbios de corazón” los describe de la siguiente manera:
“No respetan los mandamientos ni la voluntad de Dios. A las advertencias responden con murmuraciones y rebeliones insolentes; quieren ser los primeros en todas partes; se burlan de la simplicidad y de la humildad de los demás; rechazan y desprecian cualquier servicio que se le ofrece; quieren igualarse a los sabios y maduros; no tienen respeto para con nadie en sus acciones ni modestia en sus discursos ni disciplina en sus costumbres. Su espíritu está lleno de obstinación, su corazón de dureza y su boca de jactancia. Su humildad no es sino hipocresía, sus burlas son picantes y mordaces, su odio es pertinaz; les son insoportables la humildad, la sumisión y la obediencia; quieren siempre mandar; sienten odio a las personas de bien; son perezosos y negligentes cuando de hacer el bien se trata. Están prontos a hablar de lo que ignoran y siempre listos a suplantar a los otros y a destruir la unión fraterna; temerarios para emprender lo que está por encima de sus fuerzas, groseros en palabras, presumidos en sus enseñanzas, desdeñosos en sus miradas, disolutos en sus risas, pesados con sus amigos, desconocen los beneficios que han recibido, son arrogantes en sus mandatos”.
El Padre Camilo Maccise, cuando era Superior General de la Orden del Carmen y residía en Roma, en la Casa General, me enseñó que Dios suele abandonar a sus ídolos a quienes insisten en continuar con sus idolatrías; ídolos que pueden ser las adicciones, el poder, el dinero o las pasiones, y que tarde o temprano acaban por destruir a quienes los adoran. Esto es precisamente lo que, tarde o temprano, le sucede a los soberbios.